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Murió ANIBAL FORD


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Murió Aníbal Ford

El escritor, periodista y docente murió esta mañana, a los 75 años. Fue director de la carrera de Comunicación y de la maestría en Comunicación y Cultura de la facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

 

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Egresado de Filosofía y Letras, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), y ex director de la carrera de Comunicación y de la maestría en Comunicación y Cultura de esa facultad, aclaró en una entrevista que él no era un especialista en nuevas tecnologías, "sino en los problemas culturales que ellas generan". Durante la década del 60 formó parte de los equipos de EUDEBA y del Centro Editor de América Latina. Fue jefe de redacción de la revista Crisis, columnista en La Opinión, El Porteño y Página/12.

 

Como escritor publicó las novelas "Sumbosa", "Ramos generales", "Oxidación", "Los diferentes ruidos del agua" y "Del orden de las coníferas" y entre sus ensayos figuran "Desde la orilla de la ciencia", "Navegaciones" y "La marca de la bestia". Sin embargo su escritura siempre estuvo caracterizada por los cruces, que hacían posible la mezcla de ficción con información periodística y académica, o el relato de algún viaje: mejor si era en la Isla de los Estados, o por qué no también en la pampa húmeda o en el Delta del Tigre.

"Nunca pude diferenciar con claridad la literatura de otros quehaceres políticos, cotidianos o científicos", escribió alguna vez este escritor y docente que a lo largo de su vida supo cosechar tantos amigos.

 

http://www.pagina12.com.ar/diario/ultimas/20-134832-2009-11-06.html

 

http://www.revistaalambre.com/

 

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Anibal Ford

 

Textos...

 

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El arenado

Cuando a Kantor le pidieron que se encargara de la remodelación de la fabrica supo que si no lo hacía, se quedaba sin trabajo. La fábrica, una vieja forja, era como un agujero negro. Apenas se distinguían los martinetes. Todo era negro. La observó o estudió con desgano mientras que con la punta del zapato raspaba el piso para ver si aparecía algo claro, por lo menos gris, debajo de esa mugre negra y aceitosa. Aquí hay que arenar hasta las vigas se dijo mientras miraba hacia arriba para ver si se filtraba alguna gota de sol por los vidrios altos. Y también mugrientos. Tiene que quedar un chiche, le había dicho u ordenado el presidente que se había molestado porque al lado de la fábrica había un prostíbulo.

En la puerta estaba siempre recostado un viejo con aspecto de cafishio jubilado. Tenía una larga cabellera gris y amarillenta, como los pocos dientes que asomaban bajo su barba de varios días. Estaba inmóvil. Cuando Kantor lo cruzó por la vereda, vio que en el fondo del patio se cruzaba una mujer desarreglada, casi una adolescente, con una palangana en la mano. Huraña. Sí, lo miró huraña. Y el viejo ahí, campaneando. Kantor registró que estaba vivo porque adentro, o desde adentro, venía "Silueta Porteña", en la grabación de Pugliese, con Maciel y Montero, y el viejo seguía el ritmo con un pie. Movía el pie de izquierda a derecha y viceversa, sin levantar el taco. Kantor, que recordó que Maciel se había muerto del corazón por temor a una operación de apendicitis y que a Montero le había dado un infarto durante el desayuno, pensó, mientras fichaba al viejo y seguía hasta la puerta de la fábrica: "A vos también te falta un buen arenado". No hay cosa más dura que un cafishio en decadencia. Ni una vedette, en la misma situación, produce un efecto existencial tan duro. Pinturita, que tenía casi ochenta años y se paseaba por su barrio, Villa Urquiza, con sus tetas y su culo sostenidos como por un andamio, emanaba cierta alegría. El viejo, en cambio, que le contestó el saludo, el buenos días, sólo abriendo más los ojos, como diciéndole de dónde saliste, emanaba una negrura sobre la vida más negra que la fábrica.

Kantor siguió, se paró frente a la puerta de la fábrica -en su cabeza estaba ya la remodelación, una fábrica no puede tener una puerta así- y tocó el timbre. Salió José Luis que lo acompañó para seguir estudiando la negrura. Estaba el hombre que se iba a encargar del arenado que comenzó a hablar, pero Kantor no lo escuchó. Que arene y listo. No era necesario hacer una teoría sobre esto. Prefería ya imaginarse la fábrica limpia. Toda. El cemento, los revoques, las estructuras de hierro, los techos por donde revoloteaban las palomas y los gorriones, las puertas.

-¿Qué hago con los vidrios y el cablerío?- preguntó el tipo.

-Vuele todo. No me sirve. Creo que fui claro: simplifique. Ahí lo cortó Kantor y comenzó a caminar, separándose, con José. El otro se quedó parado, en medio del patio, rascándose la cabeza. Kantor se dirigió a José:

-Medio ladrillo este tipo...que tire todo o que lo venda...Qué pensaba ¿arenar los cables?... Mirá, prefiero que razones las cosas como si la fábrica ya estuviera limpia. Tenés que pensar una buena parrilla para traer la electricidad, el aire comprimido, el gas...lo importante es que tengamos diversas posibilidades de lay out. Uno no sabe qué carajo puede pasar mañana.

-Jogo de cintura- acotó José

-Sí. Hoy fabricamos selladores, pero mañana podemos estar fabricando forros o charangos ...vaya a saber...ya nadie construye algo para muchos años. Y si hay alguien que piensa o dice que lo va a hacer, miente descaradamente o es un ignorante.

-Y, son muchos...planificadores, marketineros, administradores de empresas, qué sé yo... la gente quiere seguridad...no aguanta la incertidumbre, corregir sobre la marcha...-

- Por eso le van a romper el culo los taiwaneses, los coreanos, los japoneses...aunque lleven una vida fulera...Pero, pará, no nos desviemos ...vos empezá a hacer el crono, un pert, un gann...lo que quieras...- Mientras conversaban habían llegado al edificio de la caldera, que estaba aparte, a un costado del edificio central de la fábrica. En medio del polvo, las telarañas, los recortes de chapa, con los vacíos dejados por los diferentes troqueles, acumulados o mejor dicho tirados sin ningún orden, Kantor percibió algo extraño. Miró hacia abajo de la caldera, muerta y descascarada, que estaba apoyada en dos paredones, y se le vino primero un gruñido y después unos dientes brillosos, amenazantes en medio de la penumbra que poco a poco se iba haciendo legible. Los vidrios del galpón de la caldera tenían décadas de mugre. Seguro que si lo sometían a la prueba de carbono 14, tenían mugre anterior a la revolución del 43.

-Mirá dónde vino a parir esta gata- dijo José

-Ya se va a ir- dijo Kantor mientras le tiraba un recorte de chapa, con el mismo movimiento de mano con que se tiran figuritas o se hacen sapitos. La gata se irguió y saltó al lomo de la caldera y de ahí a una ventana rota por donde se escurrió eludiendo los filos con sabiduría mientras los gatitos se levantaban desorientados, caminando inseguros.

-Parece que no es muy buena madre- dijo José.

-Che, ¿aquí no hay luz?- le preguntó Kantor mientras fruncía los ojos para estudiar bien la caldera.

 

A los dos días Kantor se fue a caminar por el barrio. Compró cigarrillos en un kiosco que tenía una reja más gruesa que las de Villa Devoto. Detrás del kiosquero se veía un comedor en la penumbra y un aparato de televisión prendido. Siguió caminado. La calle tenía un pedazo de asfalto precario, de esos que se hacen antes de una elección y después, tierra rojiza arcillosa. Si llueve hay que venir por aquí con una 4 x 4, pensó Kantor mientras se cruzaba cada tanto con barras de muchachos que conversaban tirados en la calle, a la sombra, a veces con algún tetrabrick o una cerveza que iban rotando lentamente. Lo miraron con indiferencia. Era martes.

Cuando volvió a la fábrica se sentó con José en la vereda de enfrente de la fábrica. A sus espaldas tenían un desarmadero de automóviles, camiones, ómnibus, en parte amontonado y en parte ya clasificado por repuestos. Recostados en la vereda observaban y estudiaban el frente de la fábrica. Y estaban en esto cuando pasó un viejito, con pinta de coya o de boliviano y se paró frente a ellos.

-¿Van a hacer una fábrica?- les preguntó

-En eso estamos, don- le contestó Kantor

-Dios bendiga a los patroncitos...con la falta que hace tener trabajo- Miró de nuevo la fábrica, atrás se veía el polvo que levantaba el arenado, saludó y siguió su camino.

-Mirá como será la mishiadura que estos extrañan a Adam Smith - le dijo Kantor a José, que había tenido sus años de sociología.

-Pero vos querés hacer la fábrica...-razonó José.

-Sí, de pura bronca ...no me resigno a que los milicos y Martínez de Hoz nos hagan de goma...no sé...por ahí me hago ilusiones... soy un industrialista, José...dale vueltas a tus años de marxismo...pero vos sabés que cuando la gente necesita trabajo, lo necesita...

 

Desde los techos de la fábrica, cuyas chapas había que cambiar en más de un cincuenta por ciento porque el agua entraba a chorros, como los pájaros, se divisaba la ruta , el desarmadero, y la villa que estaba al lado y que había crecido en lo que antiguamente había sido una calle de tierra. Después de revisar los desagües, carcomidos por el barro aéreo, Kantor se paró en la medianera que lindaba con la villa. Se veía que había crecido en corredor, en forma de laberinto. Techos de chapas sostenidos con ladrillos o fierros traídos del desarmadero, maderas de embalaje, cartones prensados, alguna ventana que quería ser coqueta y patios de tierra- en uno de ellos dos chicos jugaban con un triciclo-, huertitas. Se abrió una puerta de una casilla que estaba cerca de la medianera y salió una mujer desnuda que se tapó rápidamente los senos con una toalla cortita, cruzó por debajo ropa tendida y se metió en la casa de madera. Más atrás un viejo tomaba mate, se veía que vivía solo, mirando fijamente el piso.

-El presidente quiere volar la villa- dijo José

-Eso no es cosa mía, si le tiene miedo a los negros, que se la banque- le contestó Kantor.

-Los odia- acotó José.

-Es lo mismo... no hay odio más jodido que el que se apoya en el temor...de cualquier manera José, no me importa ...por ahí quiere también volar el desarmadero y poner un Rosedal...o transformar el prostíbulo en la Escuela del Sol...Viejo, esto es una fábrica.- José se rió y fijó su vista en el plano desteñido, copiado con amoníaco. Abajo, entre la fábrica y la medianera, había un largo pasillo no cubierto que en uno de sus costados tenía una larga fila de casilleros de hierro, seguramente para guardar moldes o matrices que Kantor y José habían resuelto mantener. No estaba claro para clasificar u ordenar qué, pero siempre hay algo que clasificar. Además, el presidente amaba el orden.

-Y si no sirve ponemos un gallinero- le había dicho Kantor a José

-Nunca va a faltar alguien que junte los huevos- agregó José mientras anotaba sobre el plano las indicaciones para cerrar el pasillo y diseñar un sistema de seguridad para la medianera que daba con la villa.

 

Me apasionan los desarmaderos, pensó Kantor. Tal vez algunos lo vean como el destino final de los autos robados. O de los accidentes cruentos. Era evidente que ese Taunus que estaba sobre la plancha, esperando ser desarmado había sufrido un choque terrible. Tal vez estuviera la sangre estampada en su butacas o en su parabrisas. Pero lo que veía Kantor no era eso. No era la mugre de la muerte. Era cierta historia. Qué caminos había recorrido ese camión International cuya trompa estaba ahí, todavía presente.

Porque también había en el desarmadero fragmentos de cosechadoras, calderas, máquinas herramientas que tal vez habían sido no sólo el trabajo sino el sostén, la bronca y el laburo de la clase obrera cuando esta todavía existía. Algo le llamó particularmente la atención. Estaba oxidado, y arrinconado en una zona de materiales inclasificables. Era, lo reconoció, un torno alemán... Se imaginó la sutileza y el amor con que algún tipo lo manejaba y se dijo ahí mismo: me estoy poniendo nostálgico, melancólico. Voy a hacer la fábrica.

 

Esto fue hasta cuando apareció el asunto de los pliegos. José los manejaba bien, pero cuando comenzaron a ser controlados por administración, ya Kantor se sintió totalmente molesto. A él le gustaba hacer, no mirar cómo los otros hacen. No tenía pasta de auditor. Odiaba los papeles. El autismo administrativo. La vida no tiene nada de coincidencia de números. Justo es lo contrario. Se alimenta del desorden.

-José, encargate vos, haceme esa gauchada- le dijo- yo me voy al techo.

-Ya lo revisamos-

-Sí, pero a mí me gusta andar por los techos...- José se rió. Le dijo:

-Estás loco...me voy a ver cómo va el arenado- El ruido o el polvo salían por las ventanas desmontadas de la antigua forja.

 

Kantor subió a la terraza. Cruzó una azotea sin barandas y se trepó a las chapas de zinc inclinadas en dos aguas. Primero se raspó las suelas contra el cemento. No era bueno patinar sobre las chapas cubiertas de musgo. Podía estrellarse o aterrizar en la villa o en el techo de la caldera. En el fondo sería una muerte digna. Mejor que volverse ciego analizando los pliegos de obra. Mientras pensaba esto, comenzó a caminar sobre las chapas que crujían bajo su peso. Buscó con cuidado pisar sobre los clavos que indicaban la ubicación de las vigas. Es la mejor manera de caminar sobre un techo de zinc, no por el propio cuidado sino para no arruinar las chapas. Como todo, el zinc se corrompe con el tiempo. Se puede transformar en una cascarita filosa y mugrienta.

Kantor fue regulando su caminar- el cuerpo a veces aprende rápido- por el techo hasta que llegó a la parte de atrás. Desde ahí se veía el caserío pobre, el galpón de materiales que estaba en la otra esquina. Hasta pudo divisar al tipo que sobre la ruta vendía salamandras hechas con los recortes de chapa que ya habían sido troqueladas. Una prueba de como el descarte, la basura, el scrab, pueden terminar transformándose en calor de hogar. Volvió sobre sus pasos mientras cantaba "dame un abrazo mi dulce esposa y al calorcito del dulce hogar..." y se paró en la punta, en el horcón que daba sobre el patio central. Desde ahí lo vio a José que estaba hablando con el especialista en arenado.

-José- le gritó- El otro se sorprendió

-¿Qué hacés ahí arriba...? Te vas a reventar.

-Domino el mundo- desde esa altura se veía diferente a José y al arenador. A este se le veía mejor la calvicie incipiente.

-No jodas, que tenés que firmar los pliegos-

-¿Los arenaste ya?

- No seas hinchapelotas, bajá…-

-Se me ocurrió una idea...-

-¿Qué?

-Pintar todo el techo de blanco y dibujarle una gran cruz roja.

-¿Para qué mierda?

-Para que no nos bombardeen...pedile al pelado ese que te haga un presupuesto- El arenador lo miró sorprendido a Kantor. Se tragó la broca. Quería cobrar. Kantor sólo se dirigía a José como si el otro no existiera. Y agregó:

-Decile que no nos afane porque es para defender no sólo la industria nacional sino la patria...-

-Kantor, no jodás más que tenemos que trabajar sobre el lay out...-

-¿Qué?

-El lay out

-Se acabó el lay out ... ya no hay más lay out...dedicate al scrab- Ahí Kantor se dejó resbalar por el zinc y saltó justo sobre la azotea cuando se venía encima el suelo de la villa. Corrió por la terraza, siguíó por la escalera, salió al patio y se junto con José y con el arenador que lo miraba asombrado. Por primera vez se dirigió a este:

-Hay en una revista , no sé si se llama Flash, donde hay buenas ofertas y métodos para evitar la caída del cabello...ahora siga con sus cosas que tengo que hablar con José- El tipo balbuceó:

-Perdóneme señor, pero...

-Está perdonado, pero ahora siga con lo suyo...estoy muy ocupado ¿me entiende?- El arenador se fue sacudiendo la cabeza.

-¿Me decís qué te pasa?- le preguntó José y agregó: tenemos que terminar de resolver el lay-out, controlar los pliegos, nos van a tirar la bronca en administración...

-Tranquilo José...primero conseguime que este te pase el presupuesto de la pintura del techo. Y buscá otros. Quiero un techo muy blanco y con una buena cruz roja...bien grande...yo sé por qué te lo digo.

-Mirá, me parece una locura lo que estás diciendo...además quién respeta hoy esas marcas o símbolos , muchos las consideran meros camouflages ... la guerra del 14 pasó hace muchos años...pero además no sé por qué estamos hablando de estas cosas...me volvés loco, tenemos que controlar los pliegos...- Kantor lo escuchó en silencio, sin inmutarse. Esperó un rato. Vio una chapita en el suelo, hizo puntería y la pateó de chanfle hacia la entrada de la fábrica. Después lo volvió a encarar a José y le preguntó:

-¿Che, no viste si la gata volvió a la caldera?-

-¿Que querés ?¿que cuide a la gata?...

- No te enchinches.. Voy a salir un rato

 

Kantor salió silbando y a la cuadra se paró frente viejo del prostíbulo.

-Buenas, don

-Buenas…

-¿Cuánto cobran?- lo encaró directamente. El viejo lo miró de arriba abajo, y después con un tono desganado le dijo:

- Las pibas de las dos primeras habitaciones 30, la Soraya que está en la habitación del fondo 90…es especial…

-¿Y no tiene nada por 150?- pensó que el viejo se iba sentir descolocado pero le respondió preciso, con oficio:

-Sí, pero con dos. Soraya y otra señorita que vive cerca…

-Está bien - le dijo Kantor –acepto.

El viejo giró la cabeza hacia la casa y gritó:

- Adela …Adela …llamala rajando a la Flori …decile que se la lave y venga rápido que aquí hay un caballero… Es para un servicio especial, decile- Y después dirigiéndose a Kantor, le indicó con cortesía:

-Pase, pase, es la habitación del fondo…la de la puerta roja…ya llega la Flori…

Kantor después de mirar hacia la fábrica, viendo cómo se levantaba con fuerza la polvadera del arenado, encaró el pasillo.

 

 

 

 

La construcción del oasis

Del lloradero al campamento habrá unos trescientos metros y del campamento al puesto unos cien. La presencia de éste señalaba que ya alguien le había ganado a la isohieta de los doscientos milímetros aprovechando el agua que más arriba surgía trabajosamente de la tierra. En zona de menos de un habitante cada diez kilómetros cuadrados Estévez había construido el puesto, la casa de piedra y adobe, había plantado álamos que crecieron doblados por el viento, hecho una huerta. También se había traído a esa zona de jabalíes y pumas un pavo real que solía contonearse entre los frutales.

Con los años su presencia hizo que le instalaran sobre una de las piezas que daba al patio, techado con una parra, un escudo nacional que abajo decía: Registro Civil.

 

La foto muestra a los ocho hombres en torno a la mesa, debajo de los sauces que dan sombra al campamento. Están: Cabrera, geólogo, jefe del grupo; el capataz de la perforadora, Juan Macías, con sus dos ayudantes, Eusebio, el Cabezón, y Raúl. Junto a ellos están los tres hombres que ese día llegaron levantando polvo desde el oeste, cruzando el desierto que está del otro lado del Nevado: Rodríguez, cargado de cámaras y grabadores; Capurro, el hombre de la repartición provincial que le servía de guía y Hansen, vendedor de selladores que en el dique había abandonado su itinerario para seguir con ellos. El octavo hombre es Sosa, un vecino que cruzó ese día el campamento rumbo al registro civil para anotar a su quinto hijo y al cual el Cabezón había invitado a participar del corderito para festejar el acontecimiento.

La foto la sacó Rodríguez con el automático. Ubicó la cámara arriba de un tambor y se vino corriendo hacia la mesa. Ahí se quedaron los ocho, esperando el disparo. Rodríguez se zambulló justo en el momento en que Raúl decía che Cabezón no te rías que me vas a tapar con los dientes y no voy a salir en la foto, y aún tuvo tiempo de levantar la copa para brindar por Sosa y su quinto hijo. Ahí la máquina hizo tick. Todos salieron con las copas dirigidas hacia el vecino, en primer término el Cabezón, sentado y haciendo equilibrio sobre una damajuana.

 

Como todos los cursos de agua que cruzan o cruzaban los desiertos de la Argentina mediterránea el hilito sobre el cual se había instalado el campamento había sido trajinado. Venía de las montañas en forma subterránea, retenido y filtrado por la capa de basalto que lo comenzaba a devolver a la superficie trescientos metros más arriba. Ahí el lloradero formaba ese flaco arroyo que, con el curso de los siglos, había generado una hilera de sauces en medio de las arenas y las piedras.

Paradero de ranqueles y aun de pueblos prearaucanos, cruzado por algún destacamento de la columna de Aldao en 1833 y con toda seguridad, por el Sargento Mayor Lucas Córdoba, hombre de la división de Uriburu en la campaña de 1879, el lloradero comenzó a aparecer en el mapa de Olascoaga con el nombre de Lagunita. Se dice que más tarde lo pobló un capitán de choiqueros, baqueano del general Ortega y que algunas familias lo transitaron hacia fines de siglo hasta que cayó ahí Estévez y se propuso aprovechar sus escasas aguas. La pared de sauces y álamos protegió entonces la casa y la quinta, poblada ahora de frutales y verduras y en medio de la cual revoloteaba y abría su cola el pavo real.

Estévez ya no estaba, aunque sí alguna memoria de su lucha contra el aislamiento y la erosión. Esa memoria era guardada por su hija, la señorita Estévez, doña Matilde, en la penumbra de cuyo comedor estaba, la mañana del almuerzo que se menciona, el viejo Saúl Farías. Sentado, el sombrero entre las manos, su voz sonaba despaciosa y quebrada entre los almanaques, los banderines y los retratos de marco ovalado y resplandeciente.

 

El viejo, que hacía cuatro meses que no caía por el registro civil, fue mostrando, entre los bien articulados lugares comunes que fueron dándole sustancia a esa conversación, cierto fastidio, cierta irritación por todo: la instalación del campamento y de la perforadora que esa misma mañana había descubierto, los doce hijos dispersos, el precio de la yerba o de las pilas para la radio de segunda que el año anterior le había regalado Capurro en otra de sus giras.

Aquí el agua se consigue a pico y pala —dijo—. Así me hizo el pozo Mendizábal, sesenta y cinco metros a pico y pala, se aguantó tres derrumbes...

La señorita Estévez, doña Matilde, lo acompañaba con parsimonia, restándole importancia a las protestas. Por debajo le preocupaba la soledad del viejo, sus cada vez más espaciadas visitas al registro. (El cadáver de don Leopoldo lo había descubierto un viajante cinco meses después de su muerte.)

—Don Farías, le voy a servir un vaso de vino —dijo cuando se hizo una pausa.

El viejo se quedó en silencio mientras doña Matilde cruzaba el comedor para buscar la botella. Después se movió en la silla como queriendo decir algo y cuando ella le dio la espalda para buscar el vaso en el armario, se animó:

—¡Doña Matilde!

—¿Qué, don?

—¿No me pondría el disco?

—¿Cuál?

—Ese, el de D'Arienzo.

—¿Mandria?

Don Saúl hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

 

—Y qué hiciste cuando escuchaste la música —le preguntó el Cabezón a Sosa ya sobre el final del almuerzo.

—Y... me quedé en el patio, esperando que terminara... después, cuando terminó, golpeé las manos para que doña Matilde me atendiera y me anotara al hijo en el registro... adentro estaba don Saúl que me preguntó por mi padre...

—¿Su padre vive con usted?

—No, murió hace ya doce años.

—No son tantos los que vienen a anotar los hijos —acotó Macías, y agregó: —mucho camino...

—Yo sí. Mi finado padre me decía: hay que anotar los hijos, hay que tener los papeles... Sosa se ponía colorado cuando hablaba. Se notaba fácil que una conversación no era cosa frecuente para él y que gozaba la invitación y el tratarse con la gente del campamento y con la que venía de gira.

Raúl hizo correr otra vuelta de vino. Cabrera se estiró.

—Muchachos —dijo— son las dos, hay que comenzar con el bombeo... a sacar el agua que ahora viene la hora de la verdad...

—¡Vamos!... ¡Flor de dique le vamos a hacer a doña Matilde!

—¡Como el Nihuil!

—¡No, más grande!

—Como esta cacerola...

—Pero sin manija...

—Sí, si sale agua...

—Y va a salir, che...

—Y, ¿para qué querés tanta agua?

—Pa que te bañes, Cabezón, ya no te aguanto el perfume.

—No jodai, che, qué van a pensar los señores...

 

Los hombres se levantaron y comenzaron a caminar hacia la máquina. A la mañana habían terminado la perforación y antes de almorzar habían descamisado y limpiado la máquina. A la tarde debía comenzar el ensayo de bombeo para ver si del subalveo venía la cantidad de agua suficiente como para retenerla con una pantalla, juntarla con la del arroyito y formar un pequeño embalse. De la cantidad de agua dependía la construcción del oasis, la posibilidad de sumar algunas casas a la de la señorita Estévez y formar así un pequeño centro donde se juntaran algunos servicios para la gente dispersa.

Después del almuerzo, el pampero, que tenía su origen ahí cerca, hacia el sudoeste, comenzó a soplar con fuerza. Barría las piedritas. Sosa se despidió y montó, dispuesto a encarar las cuatro leguas que lo separaban de su puesto. Los muchachos comenzaron a tratar de poner en funcionamiento la bomba mientras Rodríguez les sacaba fotos.

—No se despeine don Macías que es para la tapa de una revista —le gritó Raúl al capataz en medio de los sacudones del viento.

 

Capurro y Hansen habían ido hasta el lloradero. Después de recorrer el lecho de piedra de donde brotaban los hilos de agua, se internaron en un montecito de sauces crecidos a su margen. Capurro se puso a escarbar la tierra con cuidado, buscando algún vestigio de los antiguos asentamientos indígenas.

—Por aquí anduvieron los gununakune, los primeros pehuenches, los mapuches... tal vez haya sido toldería estable —afirmó mientras removía la tierra.

—Me suena muy extraño todo eso —dijo Hansen.

—Sí, no es tan claro como andar vendiendo selladores...

—No crea, tampoco sé a veces por qué hago tantos kilómetros.

Capurro que seguía escarbando de cuclillas, se dio vuelta y lo miró:

—¿Por qué? ¿No le gusta lo que hace?

—No sé, cuando aprieto el acelerador, cuando voy de pueblo en pueblo recorriendo distribuidores y ferreterías, recogiendo pedidos, controlando, viendo si me respetan los exhibidores, no me hago muchas preguntas.

—¿Nada en el camino?

—Tal vez... alguna hembra tranquila en una confitería o en algún peringundín, alguna que sepa tratar a los hombres que andan de paso.

Capurro se volvió a concentrar en la búsqueda, cuidadosamente. Hansen quiso o necesitó retomar el diálogo:

—Y para usted todo esto es muy importante, ¿no?

—¿Qué es esto?

—No sé, ver qué dejaron los indios, ver si pueden hacer crecer el oasis, andar discutiendo el asunto ése del agua...

—Yo soy de aquí —Capurro forzó la voz. El viento sacudía cada vez más fuerte los sauces, entraba y salía silbando del montecito.

—Sí, pero aquí no hay nadie... si en un barrio chico de la Capital hay más gente que en toda su provincia...

—Mire —le dijo Capurro medio irritado— esta quinta es tanto mía como suya... Tal vez yo se la esté cuidando para cuando vengan los leones ¿me entiende?

Hansen no entendió, pero contestó afirmativamente.

 

Polvadera tras polvareda el viento comenzó a presentarse cada vez más fuerte y frío. Aplastaba los árboles y hacía volar las ramas y el pedregullo. Rodríguez, que estaba sacando fotos, colgó las máquinas de unos fierros y se subió a la perforadora para dar una mano. La bomba se descebaba continuamente. Macías le echaba agua con un tachito pero el agua, empujada por el viento, se cortaba en noventa grados hacia afuera antes de entrar en el caño. Casi una hora tardaron en hacer que el chorro comenzara a fluir regularmente.

—En cinco horas, si las cosas van bien, vamos a saber si se puede extraer el agua suficiente para hacer el diquecito —comentó Cabrera.

—Lo que es suficiente es este viento —gritó Raúl. Estaba totalmente empapado y con la tierra pegada al cuerpo.

—Andate a la casilla si querés...

—Oiga, esta pelea es también para mí... no sólo es cosa de geólogos sino también de obreros perforistos.

—No te enojes, Negro.

Poco después, cuando vio que el flujo de agua se mantenía regular, Cabrera ordenó volver:

—Basta ahora que vigilemos cada media hora, la máquina ya no se va a parar, a registrar y esperar. Vamos a la casilla.

De vuelta al lloradero, Hansen y Capurro se habían plegado.

—¿Me presenta a doña Matilde? —le dijo Rodríguez a Capurro y agregó dirigiéndose a Cabrera: —A la vuelta hacemos la grabación.

—Lo espero en la casilla.

Los hombres se dirigieron hacia el Registro. Cuando cruzaron la tranquera el viento pareció apaciguarse, frenado por los árboles que cincuenta años antes había plantado Estévez. El pavo real forzó la marcha entre los durazneros de la quinta cuando los vio entrar.

 

Cabrera estaba impaciente. Interrumpió dos veces la grabación para ir a medir el caudal de agua que extraía la bomba. Cada vez, agachaba la cabeza para enfrentar el viento que parecía querer arrancar la puerta de la casilla.

Los datos que enunciaba frente al grabador de Rodríguez eran precisos. Afuera el viento seguía soplando con violencia, por momentos a más de cien kilómetros por hora. Los sauces daban ramalazos contra la casilla que se balanceaba sobre sus ruedas. Sentados sobre una cama, Raúl y el Cabezón hacían correr el mate. A veces salía alguno para ver cómo iba el ensayo de bombeo.

Cabrera atajaba las preguntas de Rodríguez y las devolvía con precisión. Lápiz en mano explicaba la geología del desierto, hacía el análisis de las posibles reservas de agua subterránea (se le da demasiada importancia al agua superficial, dijo en cierto momento), repasaba las distorsiones ecológicas producidas o toleradas por los gobiernos. En algún momento se remontó a Sarmiento y a viejas peleas por el agua que estaban en la raíz de los alzamientos de los pueblos despojados contra los de aguas arriba.

—Como el trazado del ferrocarril, las aguas las manejaron los más fuertes... —dijo mientras prendía otro cigarrillo.

—Tampoco se llevó muy bien el ferrocarril con las aguadas.

—No. Gran parte del país anterior, pensado sobre los ríos, quedó marginado, y hubo que comenzar de nuevo... por eso no faltó quien, en pleno auge del ferrocarril, defendiera un país de comunicación fluvial...

—Nos fuimos un poco lejos, aquí el agua hay que conseguirla de abajo.

—Sí, con la máquina y el pocero... y la gente todavía le tiene más confianza al pocero...

—¿Y usted?

—Yo quiero mucho a la máquina... éstos dicen que es mi novia... pero también quiero a los poceros... siempre los tengo aquí, en la cabeza... Mire, yo una vez bajé a un pozo, sentado en el catre. A los diez metros quería volverme, pero me las tuve que aguantar, si no las cargadas no hubieran terminado nunca... la cargada hubiese empezado a caminar geográficamente y me hubiese perseguido hasta que mis nietos tuvieran bigotes... Entonces me las aguanté... claro, sólo bajé veinte metros. No sé lo que sentirá el pocero cuando está a sesenta, u ochenta metros, iluminado con el espejo desde la boca del pozo, esquivando los terrones y las alimañas, sintiendo cómo comienza a faltar el aire, cómo cada golpe atrofia la audición...

—Sí, pero hay un momento en que encuentra el agua...

—No siempre, la tierra es difícil... No lejos de aquí, un pozo se llevó al pocero y a sus tres hijos varones... tuvieron que taparlo... un pozo de noventa metros... calcule la tierra que había sacado el hombre... noventa metros y un diámetro de más de un metro y medio.

 

La grabación duró casi una hora. De pronto sintió Apagó el grabador. Sólo valía la pena esperar con los demás hombres el resultado del bombeo.

Raúl puso la radio. "Se avisa a Isabel Sánchez, de El Retorno, que su hermana está enferma. Que trate de viajar a Malargüe inmediatamente". "Se avisa a Juan Benavídez que su padre viajará el quince del corriente mes, que lo espere en el cruce".

Cabrera fumaba.

El Cabezón dijo:

—Voy a ver cómo va la cosa. —Se puso la campera y salió. Al rato volvió, medio ahogado por el viento.

—Algo avanzó, pero falta... está soplando fuerte, el viento me sostiene, debe andar por los cien.

—Si te sostiene a vos debe andar por los trescientos —comentó Macías largando la carcajada.

Capurro le alcanzó el mate al Cabezón que lo tomó de un solo trago. Los ramalazos de los sauces castigaban la casilla que a veces se balanceaba chirriando. Y fue en ese momento, en que la luz de la tarde comenzaba a apagarse, que Hansen dijo:

—Vengan, vengan, miren ahí.

Los hombres se acercaron a las dos ventanitas que tenía la casilla.

Entre los sauces que se sacudían, la polvareda, las piedritas que volaban al ras de la tierra, volvía don Saúl del Registro y tomaba el camino que comenzaba a separarse del arroyito para perderse en el desierto. El viejo avanzaba impertérrito, con la cabeza enfrentada al viento, al tranco, sin molestias. Lo extraordinario era que el temporal no le azotaba el sombrero ni le agitaba el pañuelo.

 

 

ANIBAL FORD

Del orden de las coníferas (2007)

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