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Viaje al fin de la noche


Dios

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Viaje al fin de la noche

 

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Se ha dicho alguna vez que es posible encontrar más putas en una biblioteca que en todos los prostíbulos del mundo juntos. La frase, afortunada o no, sirve para resumir la estrecha relación que ha existido siempre entre dos de los oficios más antiguos de la humanidad: la literatura y la prostitución. Desde los primeros escritos sumerios conocidos hasta las vanguardias más actuales -pasando por todo lo que cae enmedio, incluida la Biblia y la mayoría de los demás textos sagrados-, las escenas de prostitución en la literatura son casi tan numerosas como los libros hasta ahora publicados. Y, en consecuencia, el tema ha dado lugar a todo tipo de análisis y conjeturas. La idea más extendida parece ser la de los que afirman que la prostitución cumple una función metafórica dentro de la literatura (“la metáfora más vieja del mundo”, se la ha llamado), una afirmación ciertamente difícil de rebatir, puesto que, a la postre, todo o casi todo es metafórico en la literatura. Hay también los que critican duramente a esta última por embellecer -y por tanto ensalzar, en su opinión- lo que consideran una actividad vejatoria para la mujer, y, desde el ángulo opuesto, hay incluso los que llegan a insinuar que sin prostitución no habría literatura, al entender que existe un claro paralelismo profesional entre ambas actividades y que los escritores o escritoras no son, después de todo, más que prostitutos o prostitutas que entregan lo mejor de sí mismos a cambio de dinero. Puede, en fin, que todos tengan razón, y también puede que nadie la tenga, como de costumbre. O puede que no sea más que esa eterna manía nuestra de llegar siempre más lejos; o de llegar a alguna parte, ya puestos. Quién sabe, quizás baste simplemente con sentarse a leer y tratar de no moverse del sitio. Y luego recordar, eso sí.

No es bueno confundir la ficción con la realidad, en cualquier caso. Yo no creo haberlo hecho nunca, pero lo que no puedo evitar es acordarme a veces de algunas de las historias ya leídas, las cuales, al recibir esta segunda capa de ficción que es la memoria, acaban a menudo presentándoseme como reales. De las escenas de prostitución en la literatura recuerdo muchas, pero hay una en especial que me impactó fuertemente la primera vez que la leí, hace ya muchos años, y que desde entonces, cuando vuelvo a pensar en ella, me deja siempre tambaleando en esa delicada frontera entre la ficción y la realidad. Está contenida en El viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline.

La novela fue publicada en 1932 y tiene como protagonista a Ferdinand Bardamu, un transunto del propio Céline, dicen, como si en definitiva no lo fueran todos los personajes de ficción de sus autores reales en una u otra forma. Este Ferdinand ficticio, que es también el ficticio narrador de la obra, utiliza un lenguaje descarnado y mordaz para mostrar una visión violenta y amarga de las miserias del mundo. Su aventura, como tantas otras en la literatura, es la de un viaje iniciático (un viaje al fin de la noche) que en algún momento le lleva a recalar en la ciudad de Detroit, en los Estados Unidos. Allí encuentra trabajo como operario de ínfima categoría en las instalaciones de la factoría Ford, que en la novela aparecen descritas como “(…) grandes edificios rechonchos y cubiertos de ventanas, a modo de jaulas sin fin para moscas, en las que se veían hombres moviéndose, pero muy lentos, como si ya sólo forcejearan muy débilmente con un no sé qué imposible”. El temblor y el ruido ensordecedor es todo lo que recuerda el falso Ferdinand de aquel lugar en el que “te volvías máquina a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre aquel ruido furioso, tremendo, que te entraba dentro y te envolvía la cabeza y más abajo agitándote las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado, infinito, incansable”.

Muy otra es la descripción del lugar donde, al acabar la jornada, tratando de escapar de esas “carnes en vibración hasta el infinito” en que se han convertido él mismo y sus compañeros de trabajo, busca Ferdinand “un cuerpo rosa de auténtica vida silenciosa y suave”, un burdel clandestino del que nos dice que “fue el primer lugar de América en que me recibieron sin brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares”. Allí se deja toda su paga, y allí conoce un día a Molly, una de las bellas del lugar hacia la que pronto experimenta “un sentimiento excepcional de confianza, que, en los seres atemorizados, hace las veces del amor”.

La relación entre Ferdinand y Molly crece hasta el punto de que los papeles se invierten y ella llega a ofrecerle dinero para que pueda dejar su trabajo en la Ford y buscarse otro empleo. “De traductor, por ejemplo, es tu estilo…. A ti te gustan los libros”, le dice Molly. Ferdinand lo recuerda en la novela con cierta amargura: “Así me aconsejaba, con cariño, quería que yo fuera feliz. Por primera vez un ser humano se interesaba por mí, desde dentro, si puedo decirlo así, por mi egoísmo, se ponía en mi lugar y no se limitaba a juzgarme desde el suyo, como todos los demás”. Molly llega incluso ofrecerle la posibilidad de un futuro juntos basado en su sacrificio personal: “Invertiremos los ahorros…. compraremos un comercio…. seremos como todo el mundo”, algo que llega a conmover al endurecido Ferdinand por primera vez en toda la novela: “A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad llegó a serme familiar y casi personal”… “Un corazón infinito, la verdad, con sublimidad auténtica dentro…” “(…) pero yo no la besaba bien, como debería haberlo hecho, de rodillas, en realidad”.

Pero la ficción tiene también sus reglas inquebrantables, y esta del falso Céline (su nombre real fue Destouches) exige que el falso Ferdinand tenga que irse, volver a Francia para concluir así su viaje al fin de la noche. En el andén de la estación (“… pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.”) Molly todavía tiene algo más que darle de lo mejor de sí misma: “Ya estás muy lejos, Ferdinand. Haces exactamente lo que debes hacer, ¿no, Ferdinand? Eso es lo importante… Eso es lo único que cuenta”. Y es aquí donde el falso Ferdinand parece sublevarse contra su destino de ficción y se me vuelve a mí real en el recuerdo, en el final de este capítulo que reproduzco ahora en su integridad:

“El tren entró en la estación. Yo ya no estaba demasiado seguro de mi aventura, cuando vi la máquina. Besé a Molly con todo el valor que me quedaba en el cuerpo. Sentía pena, pena de verdad, por una vez, por todo el mundo, por ella, por todos los hombres.

Tal vez sea eso lo que busquemos a través de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.

Años pasaron desde aquella marcha y más años… Escribí con frecuencia a Detroit y después a todas las direcciones que recordaba y donde podían conocerla, a Molly, saber de su vida. Nunca recibí respuesta.

Ahora la casa está cerrada. Eso es lo único que he sabido. Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siempre la amaré a mi manera, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.

Para dejarla, necesité, desde luego, mucha locura y un carácter sucio y frío. Aún así, he defendido mi alma hasta ahora y Molly me regaló tanto cariño y ensueño en aquellos meses de América, que, si la muerte, mañana, viniera a buscarme, me encontraría un poco menos frío, ruin y grosero que los otros.”

Creo que lo que me ha impactado siempre de este recuerdo literario del ficticio o real Ferdinand (ya de igual) de sus relaciones con la ficticia o real (da igual también) prostituta Molly es la ausencia total de cualquier mención al SEXO. ¿Realidad o ficción? Ustedes dirán.

 

 

Fuente: http://blog.forosx.com

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