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Nana


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Nana

 

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Nana -o Naná, como se suele escribir en español- es dos cosas: el título de una de las novelas más famosas del siglo diecinueve (que es casi tanto como decir de todos los tiempos) y el nombre de la cortesana literaria más famosa de todos los tiempos. Ambas, la novela y la cortesana, acaban mal. La primera por exigencias de la ficción, y la segunda por exigencias de la ficción y, aunque de forma tácita, puede que también de la realidad.

La novela Nana, escrita por el francés Emile Zola, uno de los padres del llamado Naturalismo, fue inicialmente publicada por entregas en el diario Le Voltaire a partir de 1879. Desde el principio tuvo un éxito sin precedentes, y cuando en 1880 apareció finalmente en forma de libro, los 55.000 ejemplares de la primera edición se agotaron el mismo día de su puesta a la venta en las librerías. Diez años antes, en 1870, se había producido la caída del Segundo Imperio tras la hecatombe del ejército galo ante las tropas prusianas en la batalla de Sedán (en la que hasta el mismísimo emperador Napoleón III fue hecho prisionero), dando paso a la instauración de la Tercera República. Dicen que Zola, republicano acérrimo, quiso representar en su novela la corrupción del régimen anterior, y que el despiadado imperio sexual que ejerce Naná en la sociedad parisina de su tiempo, bajo el cual se autodestruyen literalmente (nunca mejor dicho) una retahíla de banqueros, políticos, periodistas, aristócratas, terratenientes, rentistas, oportunistas y especuladores en general, no es más que la recreación simbólica de ese otro imperio ya fenecido. La terrible muerte de Naná al final de la novela, con el rostro (símbolo de su antigua belleza) putrefacto y carcomido por la viruela, vendría a ser, por tanto, una cruel pero congruente metáfora de la descomposición imperial.

Se ha señalado a menudo también la presencia en Nana de las nuevas ideas socializantes que comenzaban a extenderse por Europa bajo el influjo de la obra de Karl Marx. Naná, crecida en un arrabal, en el arroyo parisiense, llega a reinar sobre la sociedad de su tiempo utilizando la arrolladora fuerza de su SEXO, el único arma de que dispone para violentar las firmes barreras sociales preestablecidas. La sistemática destrucción a que somete a sus sucesivos amantes-clientes es, en cierto sentido, una prefiguración metafórica de la futura lucha de clases. Así lo describe Zola en la novela:

“Su obra de ruina y muerte estaba consumada; la mosca escapada de la basura de los arrabales, llevando el germen de las podedumbres sociales, había envenenado a aquellos hombres nada más posarse sobre ellos. Aquello estaba bien, era justo, había vengado a su gente, a los pordioseros, a los desheredados. Y mientras en su gloria su SEXO ascendía y resplandecía sobre sus víctimas caídas, al igual que un sol que se alzase iluminando un campo de matanza, ella conservaba su inconsciencia de animal soberbio, ignorante de su obra, siempre buena muchacha. Ella seguía con sus carnes, rolliza, con buena salud y una bella alegría.”

Naturalmente, Naná habrá de pagar un alto precio por ello y no podrá salir con vida de la novela: en materia de enfrentamientos sociales, ni siquiera la literatura puede salvar a un individuo aislado de la furia de un grupo herido.

 

De manera que, de un modo u otro, la ficción exige que tanto la novela (en cuanto recreación simbólica de la sociedad de su tiempo) como Naná (en cuanto imagen metafórica de su descomposición) acaben mal. Desde el punto de vista de la imaginación creadora y la realización artística, el final de ambas es el broche lógico e irreprochable que cierra una obra de arte casi perfecta.

Pero, desde una perspectiva abstracta, más allá de la interpretación objetiva de la novela, hay un cierto elemento de desproporción en el castigo aplicado a ambas que parece exceder los límites de esa exigencia de la ficción y que tal vez podría extrapolarse a nuestros días. Los miembros de la sociedad que se refleja en la novela Nana y el personaje Naná son igual de corruptos, claro está, pero mientras que el final literario de los primeros es la ruina, el destierro, la cárcel o, en el peor de los casos, el suicidio, el de Naná es este:

“Era un montón de huesos, lo que quedaba de humores y de sangre; una paletada de carne corrompida, arrojada allí sobre un colchón. Las pústulas habían invadido todo el rostro, un botón tocaba al otro, y marchitas, hundidas con un aspecto de barro gris, parecían un enmohecimiento de la tierra sobre aquella papilla informe, en la que no había rasgos. Un ojo, el izquierdo, estaba completamente sombrío en el hervor de la purulencia; el otro, medio abierto, se hundía com un agujero negro y corrompido. La nariz supuraba todavía. Una costra rojiza partía la mejilla e invadía la boca, arráncandole una sonrisa abominable (…) Parecía que el virus cogido por ella en los arroyos, sobre las carroñas toleradas, aquel germen con el cual había envenenado a un pueblo, acababa de subírsele al rostro y lo había podrido.”

Una desproporción que, en realidad, bien podría volcarse hacia el otro lado, porque como dice Naná cerca del final de la novela: “Son ellos; sí, son ellos (…) Y se han colgado de mis faldas, y ahí están, reventando, mendigando y lanzados todos a la desesperación”. Y más adelante: “(…) La sociedad está mal hecha. Se acusa a las mujeres, cuando los hombres son los que exigen las cosas (…) Después de todo, si han dejado su dinero y su piel, es culpa suya. Yo no tengo nada que ver.”

 

Ver las cosas de este “perspectiva abstracta” es, claro, confundir la ficción con la realidad, algo que no se debe hacer nunca. Pero es que a veces se confunden ellas solas. La sociedad, cualquier sociedad, se regenera siempre, siempre sobrevive; pero los individuos aislados no. Los descendientes de aquella sociedad para la cual resultaba lógica y hasta necesaria la metáfora de la muerte de Naná pueden hacer uso hoy en día si lo desean de un servicio de prostitución generalmente no legislado, aunque tolerado y facilmente asequible en cualquier ciudad del mundo y a cualquier hora del día, mientras que a las prostitutas o “trabajadoras sexuales” actuales que ejercen su actividad voluntaria y libremente se les niegan los derechos laborales más básicos. En este sentido, el final de Naná viene exigido por la ficción, desde luego, pero, lamentablemente, puede que también por la realidad.

 

 

 

Fuente: http://blog.forosx.com/

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