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El Sacador - cuento original del profe tumbero (I)


Profe tumbero

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Estimados amigos, colegas.

Decir que la cosa está aburrida, no es secreto para nadie. 

Consulté al capo di tutti capi y me dió el okay. Dejo acá este cuento que escribí hace algunos años y que terminó siendo finalista en un concurso literario, como aporte para el entretenimiento de la comunidad. No hay putas, lo siento, corresponde al mundo del delito. El cuento se encuentra registado, aclaro por las dudas.

Saludos a todos, menos a uno, que es alto soplador de bolsa. 

“EL SACADOR”

Autor: Profe tumbero

La noche había sido muy larga y el insomnio lo ató a ver escenas durante gran parte de ella. No obstante el sueño le llegó a la madrugada, quizá como trinchera para refugiarse del futuro inmediato. Sin embargo, implacable la alarma del reloj despertador que bailaba sobre la marcada fórmica, sin consideración y contemplaciones avasalló el silencio. Con un poco de malestar la apagó y con mucho esfuerzo se quitó la escarcha de la modorra que lo impelía a seguir bajo las cobijas. El ritual fue el mismo que la mayoría de las mañanas antes de que lo despidieran de su trabajo, de esto hacía varios meses, solo que en esta oportunidad consideró apropiado ingerir dos píldoras del medicamento anti hipertensivo. Miró la planchuela metálica que destellaba luces, suspiró hondamente y la colocó sobre la almohada.

En instantes pasó por la cocina delante de sus padres, vestido con su traje color azul Francia, camisa blanca, corbata roja, un grueso sobretodo para enfrentar la gélida mañana y unos zapatos color negro que de tanto lustre, parecían como de charol. Saludó y se dirigió rápido a la alacena en donde tomó un vaso. Luego de llenarlo con agua de la canilla, de un golpe se tomó los comprimidos. El sabor agrio le deformó el rostro, pero hizo el esfuerzo para tragarlas. Al girar, se encontró con la mirada de reproche de su padre.

-¿Sin nada en el estómago? ¡Qué bien! ¿Estás buscando una úlcera?

- No pasa nada viejo – dijo con cierto aire de resignación

- Todavía – respondió rápidamente el padre, a la vez que meneaba la cabeza acentuando su desaprobación.

- Sentate Jorgito, comé estas tostadas que preparé – invitó la madre mientras señalaba un plato donde prolijamente estaban seis rodajas de pan untadas con dulce de leche.

- No vieja, se me hace tarde.

- Jorgito, es una sola. ¡No te cuesta nada! Aunque sea llevate alguna para el camino – insistió con una ternura que tan sólo una madre abnegada puede tener.

- Está bien; me llevo una – respondió más con la intención de dejar tranquila a su madre que por el deseo de comer.

Mientras retiraba una del plato cuidando de no mancharse con el dulce, aprovechó a palparse por encima de la ropa para verificar si tenía las pertenencias necesarias. Luego de comprobar que todo estaba en orden, se dirigió hacia la puerta de calle. Al girar su muñeca escuchó la voz de su madre que en elevando el tono le deseó suerte. Fue entonces que contuvo su respiración y cerró los ojos con pesada tristeza.

Al ganar la calle, el viento helado le abofeteó la cara y le azotó los pantalones como si tratara de refugiarse debajo de ellos. Caminó varias cuadras con la cabeza baja, las solapas levantadas, sus manos apretujadas en un puño dentro de los bolsillos, el maletín pendiendo de una correa cruzada sobre su cuerpo y con un chorro de vapor que le bailoteaba por delante pero que no le sacaba una sonrisa adusta producida por alguna recóndita esperanza.

Cuando llegó a destino se acercó de manera decidida, no tanto por su convencimiento, sino porque la baja temperaturas lo obligaba a buscar refugio. Tomó el picaporte de la puerta delantera y se topó con una mirada desafiante del conductor que lo hizo recordar. Raudo la soltó para tomar la de la puerta de atrás. Tras abrirla, se sentó. Mientras se desabotonaba el sobretodo y se acomodaba, escuchó.

-  Me sorprendiste; pensé que no ibas a venir – le dijo el chofer mientras lo miraba fijamente por el espejo retrovisor.

-  ¿Vamos? – respondió Jorge mientras escurría sus ojos por la ventanilla de su derecha y procurando acelerar el trámite.

El conductor movió la palanca de al lado del volante haciendo que el ronroneo felino del motor en espera, se transformara en un gruñido metálico.

A no ser por las voces del programa radial y por un llamado de la base para preguntarles si iban en camino, el viaje fue en casi total silencio. Sin embargo, Jorge repasó sus últimos años. El divorcio, el no poder ver a los hijos por ser usados como elemento de castigo por su infidelidad descubierta, las audiencias, las consultas a los abogados, las boletas y, como broche final, el despido y la imposibilidad de conseguir un nuevo empleo. Todo eso rematando en no poder enfrentar la montaña de deudas y gastos que lo llevó a vivir con sus padres, a no poder ver a sus hijos, a la depresión, angustia y a contactarse con un viejo amigo de la adolescencia para salir de la pesada situación en la que estaba y que lo llevó a estar sentado en ese taxi. Maldijo por lo bajo y con esa situación sobre los hombros, se justificó ante su conciencia.

La frenada y la voz firme del chofer con un tono imperativo lo sacaron de sus divagaciones.

-  Listo, llegamos. Bajate y entra.

Tomó el picaporte y al sacar una pierna del rodado, escuchó que el chofer le dijo:

-  Suerte Jorge.

Salió sin emitir palabra alguna. Caminó los metros necesarios e ingresó resuelto.

Miró el salón y se dirigió hacia unas sillas plásticas. Una vez sentado, abrió el maletín y comenzó a revolver los papeles que tenía en el interior, sin levantar su rostro. Se sonrió mientras pensaba en la ironía del destino acerca del uso que le daría a sus años de formación como pianista clásico.

Pasados unos minutos, mientras revisaba una carpeta, un repiqueteo que provenía de atrás de las mamparas le erizó la piel. Sus ojos se apoyaron sobre los papeles de la carpeta, pero sin registrar ni una sola letra y ningún número. Un segundo, mucho más prolongado, le agitó el corazón. Levantó la punta de sus pies mientras apoyaba los talones en el suelo de mármol, tratando de ocultar la mezcla de ansiedad y nerviosismo que lo invadía. Se sucedieron repiqueteos de diferente duración, muchos, pero que con cada uno Jorge transpiraba más. Elevó su cara para contemplar el salón. Sintió como la transpiración le recorría su espalda y se chocaba con el elástico de su calzoncillo.

Luego de un silencio prolongado, tomó conciencia que su tarea estaba cerca de terminar. Cerró con firmeza su carpeta y la metió de manera abrupta dentro de la valija. Sus ojos se cargaron de un brillo húmedo y se dispusieron a la tarea final mientras aflojaba el nudo de su corbata. Se vio así mismo como un cazador que apostado con su carabina ve que su presa se comienza a aproximar, pero que aún no está al alcance de tiro. Tras levantarse, contempló de lleno a la línea de cajas y a una puerta que estaba colocada a cierta distancia de éstas y de la cual salió un cincuentón con un buzo rojo de la escudería Ferrari puesto. Calvo, de abundante panza que no podía ser contenida dentro de los pantalones vaqueros, de manos robustas pero con dedos cortos, que con inocultable esfuerzo acarreaba un bolso de tela gruesa de color azul con su correa cruzada por el tronco. El hombre salió decidido y con un andar muy rápido para las cortas piernas que tenía. Pasó a su lado y fue entonces que pudo apreciar que llevaba gruesas gafas de marco plástico. Iba sonriendo, como si estuviera sofrenando su alegría. Comenzó a seguirlo, mientras colocaba su mano dentro del bolsillo de su saco. Ni bien ambos salieron del banco, Jorge lo dejó alejarse, mientras lo controlaba con la vista. Extrajo su celular y le oprimió un botón. Casi sin tiempo de espera, del otro lado lo atendieron.

-       ¿Lo ven al hombre calvo del bolso azul? Ese que tiene un buzo rojo y que está llegando a la esquina – indicó Jorge.

-       ¿De cuánto hablamos? – le preguntaron del otro lado de la línea.

-       Fueron más de veinte recuentos. Algunos de medio minuto. Si son dólares, lleva en el bolso una fortuna – aclaró Jorge.

-       Lo tenemos; te avisamos – tras lo cual el hombre cortó la comunicación.

Jorge se dirigió en sentido contrario al que iba el hombre del bolso. Paró un taxi y se introdujo. Ni bien se sentó, se quitó el maletín para arrojarlo a un costado. Ya no sentía frío, tan sólo su corazón parecía que estallaría de un momento a otro. A pesar de las bajas temperaturas, estaba empapado.

- ¿Es el pelado del bolso? – le preguntó el chofer que lo había alcanzado.

- Ajá – respondió angustiado Jorge.

- Se subió a ese autito – dijo el conductor con un tono que demostraba estar extrañado y luego preguntó - ¿cuánto? – mientras aceleraba de manera pausada.

- Si son dólares, debe ser entre un millón a millón y medio – sentenció Jorge.

- ¡Ja! – gritó de alegría su compañero para felicitarlo - ¡qué suerte para tu primer trabajo de “sacador”[1]!

Jorge optó por mantener el silencio, mientras observaba al alborozado chofer por el reflejo del espejo. Entonces apreció como el taxi tomaba un rumbo que no era el acordado.

-¡Para! ¿Adónde vamos? - consultó mientras se reincorporaba ayudándose de un tirón que hizo con sus brazos tras apoyar sus manos en el respaldo del asiento del acompañante.

- Lo seguimos – aclaró lacónicamente el conductor.

- ¿Para qué? – preguntó Jorge con preocupación.

- ¿Y vos qué pensás? Abrí la guantera. ¡Dale! – ordenó el conductor a la vez que sujetaba el volante con la mano izquierda, señalaba con la derecha de manera enérgica.

Al oprimir el botón de apertura, los brillos provenientes de un revolver cromado de cachas negras dejaron boquiabierto a Jorge. Tan solo fue capaz de hilvanar una pregunta.

- ¿Y esto?

- Pisapapeles – respondió con ironía. Tras lo cual, cambiando radicalmente de tono de voz, le repreguntó: ¿Sos boludo[2] o te hacés? – entonces le advirtió sin sacar los ojos del camino - el “rofie”[3] está listo para disparar y hay más municiones en la guantera. Tomalo.

Tras recuperar su habla, ahogada en el espanto que le produjeron las órdenes del conductor, preguntó con voz trémula, casi al borde de la desesperación:

- ¿Te parece que sea necesario?

– Vamos de apoyo. Si ese fulano lleva tanta guita, por ahí no está solo – respondió con dureza mientras giraba a la izquierda de manera vehemente, haciendo que Jorge diera contra la puerta por la fuerza centrífuga.

- ¡Apoyo! – se horrorizó pensando que su participación en el ilícito había terminado, pero encontrándose con esta desagradable sorpresa e imaginando tener que enfrentarse a los tiros; él que jamás había disparado antes.

- ¡Claro! – para agregar mientras miraba a Jorge – además, para asegurarnos nuestra “astilla” [4] ya que uno de los pibes es nuevo como vos, no sea cosa que se quiera “tomar el palo” [5] con todo.

- Pero Kuki, ¡son nuestros compañeros! – gritó Jorge, tratando de hacer que desista de la idea de seguir al calvo del banco.

- ¡Ja! ¿Compañeros? – exclamó vehemente Kuki, mientras giró su cabeza un segundo para mirarlo a Jorge.

- Claro – insistió Jorge.

- Somos compañeros le dijo la concha[6] al culo y este le respondió, sí pero mientras vos te comés el chorizo, a mi me dejás los huevos – para explotar en una carcajada.

Jorge dejó caer su peso sobre el asiento para sumergirse en un océano de silencio en donde se ahogó por la angustia y los reproches de su conciencia. Ni el zarandeado que producía el auto en su derrota, producto de las frenadas y aceleradas por el frenesí del conductor, lo sacaron de su ostracismo espiritual. ¿Qué les diría a sus padres si lo apresaran? ¿Volvería a ver a sus hijos? ¿Serían capaces sus padres de soportar la ignominia de tener un hijo preso? Buscó en su bolsillo la píldora antihipertensiva y se encontró con su recuerdo de haberla dejado sobre la almohada. Resopló fastidiado, cuando escuchó a Kuki que advirtió.

-  ¡Ahí se detuvo! – tras lo cual comenzó a aminorar la marcha del móvil.

-  ¿Dónde? – preguntó lacónicamente Jorge, a la vez que meneaba su cabeza tratando de ubicar el lugar de estacionamiento.

-  Se metió en el garaje – señaló el conductor, mientras hacía que llevaba su mano al reloj del taxímetro, procurando simular el cobro de un viaje normal.

Tras mirar por el espejo de la izquierda, comenzó a maniobrar para arrimar el vehículo al cordón de la acera y dejarle el paso a dos motos que venían cada una de ellas con dos pasajeros y que, tras pasar al taxi por su izquierda, se frenaron en la puerta del estacionamiento. Los hombres acompañantes, ágiles como leopardos, descendieron sin quitarse los cascos y llevándose la mano a la cintura se introdujeron corriendo al estacionamiento.

Jorge no podía quitar los ojos de la puerta de ingreso, tratando de adivinar lo que ocurría escuchando los ruidos que provenían del interior. Solamente el tamborileo ansioso del chofer sobre el volante se dejaba oír dentro del habitáculo del taxi. A pesar de la ansiedad de la situación, pudo percatarse que Kuki había cruzado el vehículo en la calle, cortando el tránsito.

-  ¿Qué hacés? – preguntó extrañado Jorge, con cierta preocupación, pensando que esa actitud los exponía y evidenciaba como cómplices.

-  Cortando el tránsito como apoyo, boludo. ¿Qué te pensás? – respondió de manera enérgica Kuki, sin sacar los ojos de ambas motos que ronroneaban por sobre los ladridos de un perro.

Los minutos se alargaban, lo que intranquilizaba a Jorge, sin embargo, consideraba que eso sería normal, hasta que Kuki exclamó:

-       ¿Qué mierda pasa? ¿Por qué no salen?

Eso hizo que la desesperación lo ganara y le solicitara desesperado a su compañero.

-       Vámonos, vámonos ya.

-       ¿Qué te pasa pedazo de “ortiva”[7]? Acá nos quedamos; los vamos a bancar.

En ese momento se escuchó un disparo. Luego un profundo silencio; hasta el perro había dejado de ladrar. Los ojos de Jorge se desorbitaron y con sus manos se alisó el cabello aplastándolo contra el cráneo, nervioso. Miró hacia el piso, preso de la preocupación, cuando se escuchó un segundo disparo.

-       Los mataron, los mataron; vámonos a la mierda – rogó Jorge a su cómplice.

En eso los dos hombres volvieron. Uno con el pesado y enorme bolso azul sobre la espalda que ayudaba a su compañero que corría con cierta dificultad. Absorto por la situación, Jorge no se percató de una sombra que pasaba a su izquierda. Tan sólo se dio cuenta cuando una voz femenina se presentó.

-       ¡Alto policía! Arrojen las armas y tírense al piso.

Los hombres que provenían del estacionamiento se detuvieron y soltaron sus revólveres. Mientras esto ocurría Jorge se llevó las manos al rostro, sus peores pesadillas se cumplirían y comenzó a maldecirse, hasta que un estampido lo sobresaltó. Se encontró con que la ventanilla izquierda del taxi ya no existía y de la mano del chofer, una escopeta recortada humeaba. Se abalanzó a la izquierda del habitáculo para ver lo que había ocurrido, aunque lo presentía, mientras Kuki pegó un alarido gutural.

-       ¡Vamos “gatos”[8] tómense el palo!

Al mirar el asfalto vio como la gorra de la agente estaba a metros de su cuerpo, que se encontraba dentro de un creciente charco. Acomodó su brazo sobre la arista de la puerta con la ventanilla y se contuvo para no llorar. Ni siquiera el bramido de las motos que rugieron como fieras posesas lo sacó de la escena de la joven oficial muerta.

Inmediatamente después que las motos partieron, Kuki aceleró al taxi. Al pasar por la puerta vieron que un hombre lo ayudaba a levantarse al calvo del banco, que tirado en el piso se tomaba la cabeza de la cual manaba abundante sangre. A un costado, el cuerpo de un pastor alemán yacía inmóvil. Sintió lástima por todo y cierto asco hasta por él mismo, pero ya era tarde. Tarde para reproches, tarde para todo. Él, se había transformado en un delincuente.

Kuki comenzó una carrera frenética y dobló en la esquina a la derecha, tratando de despegarse del recorrido de las motos. Ingresó en una avenida arbolada haciendo que la alternación de sombras e iluminación sobresaltara a Jorge, que le pidió que redujera la velocidad.

-  ¿Más despacio? No papi, no quiero volver más a la “tumba”[9] – le respondió su compañero sin sacar la mirada del para brisas.

La palabra “tumba” le caló hondo, como una daga que le destrozaba las entrañas y lo motivó para reprocharle. Aún él, que nunca había tenido nada que ver con el mundo del delito, sabía que Kuki estaba haciendo referencia a caer presos.

-  ¿Sabés cuánto nos van a dar si nos agarran? – preguntó con preocupación.

-  ¡Perpetua! ¿Te pensás que estás hablando con un gil? ¿Qué te pasa? – respondió fastidiado.

-  ¿Para qué la mataste? – continuó con la cantaleta Jorge.

-  ¿Preferías caer preso “bigote”[10]? Escuchame, este trabajo es para los que tienen pelotas. Tanto el nuestro como el de los “ratis”[11]. Si no tenés estómago no podés “poner el pecho”[12]. ¿Entendiste Jorgito? No es una cuestión de conseguir guita solamente; es una postura frente a la vida. La tomás o la dejás. Vos te subiste a este bondi[13] por la guita ¿no es cierto?

-  Si – afirmó sin poder contener su angustia.

-  Bueno, está atento por si algún cobani[14] asoma el morro, entonces le volás el gorro. ¿Estamos? Ellos tiran al que conduce para que nos detengamos. Vos le vas a tirar al pecho al primero que veas, que con eso sólo se acobardan y nos da tiempo para rajar. ¿Entendiste Jorge?

Jorge tragó saliva y sintió como su estómago se convulsionaba. Respiró hondo para intentar relajarse y pensó que él tan sólo quería dinero para poder pagar el dinero atrasado de la cuota alimentaria, pagar los honorarios de abogados y de la trabajadora social que el juzgado le había impuesto para ver a sus hijos. Ahora, sus problemas se habían multiplicado. Consideró que lo mejor era hacer silencio; debía dejar a que Kuki pudiera conducir con la mayor atención posible y rogar de no cruzarse con ninguna patrulla y para no tener que emprenderla a los disparos.

En pocos minutos el taxi logró alejarse lo suficiente, con lo cual aminoró la marcha para no llamar la atención.

-       Parece que los perdimos – deslizó Kuki con un tono demostrando alivio.

Jorge respondió con un movimiento de cabeza, sin poder salir de las cavilaciones de sus pesadillas.

-       Vamos al punto de encuentro – decidió Kuki con firmeza.

-       ¿Y si está la cana [15]? – consultó Jorge con un hilo de voz.

-       Si podemos nos “paramos de manos”[16]; sino “pinchamos”[17]. ¿Qué más? – respondió encogiéndose de hombros y con un tono de gran naturalidad.

El taxi se deslizó en las proximidades del parque bajo la sombra producida por las frondosas tipas, acercándose con recelo al lugar escogido. Tanto Kuki como él, tratando de escudriñar cualquier emboscada policial. Sin embargo un alivio recorrió el cuerpo de Jorge cuando la voz aguardentosa del chofer dijo alborozada:

-       Ahí están llegando. ¡Zafaron los guachos [18]!

Ambas motos iban a la par, como paseando. Jorge se apresuró a ver si llevaban el enorme bolso azul. No pudo contener un suspiro al ver que uno de los compañeros lo cargaba. Cuando los motociclistas los divisaron se acercaron a ellos. Frenaron a un costado del borde de la acera y los hombres que habían ingresado al estacionamiento se les acercaron con el bolso.

Fue entonces que Kuki y Jorge bajaron del taxi.

-       ¿Qué les pasó allá? ¿Por qué tardaron tanto? – preguntó Jorge

-       Primero tuvimos que forcejear con ese gordo “ortiva” que no quería largar el bolso. No nos quedó otra que partirle el zapallo[19] de un culatazo al puto ese – explicó uno de los motociclistas.

-       Sí, nos gritaba que lo íbamos a arruinar, que no iba a poder seguir trabajando – agregó el otro, que se apoyó sobre el taxi.

-       Después apareció un perro, que lo mordió al cabezón – aportó el que llevaba el bolso, señalando a su compañero.

-       ¡No! ¡Mal ahí![20] – dijo Kuki.

-       No quedó otra que rematarlo al bicho ese – explicó “El Goñi”.

-       Perro de mierda – sentenció el Cabezón, masajeándose el muslo mordido por el can.

Entonces “El Goñi” soltó el bolso sobre el capó del taxi y un sonido a metal les llamó la atención. Kuki apresuró los trámites, abriendo el cierre a cremallera, para determinar cuánto sería el monto del botín.

-       La puta madre. ¡La puta madre! - gritó Kuki, a la vez que le daba un puñetazo con el borde de la mano a la chapa del guardabarro.

El Goñi, con los ojos desorbitados introdujo su mano. Con movimientos lentos extrajo un destornillador eléctrico, a la vez que exclamó:

-       La concha de la lora.

Jorge, sin poder entender lo que ocurría, se acercó. Le llamó la atención unos rectángulos blancos de cartón que asomaban de un bolsillo interno del bolso. Tomó uno y lo miró. Entonces leyó en voz alta.

-       Sebastián Fariña, técnico reparador de máquinas contadoras de billetes.

 

 

 

 

 

 

[1] “Sacador”: Término usado dentro del submundo del delito para definir al miembro de la banda que actúa dentro del banco determinando quién retira dinero señalándoselo al resto de los miembros para que lo roben afuera.

[2] “Boludo”: Idiota.

[3] “Rofie”= “fierro”: arma.

[4] “Astilla”: Parte del botín.

[5] “Tomar el palo”: Irse, escapar.

[6] “Concha”: Vagina.

[7] “Ortiva”: Mala persona.

[8] “Gatos”: En el sentido de la frase es idiotas.

[9] “Tumba”: Cárcel.

[10] “Bigote”: Tonto.

[11] “Ratis”: Policía.

[12] “Poner el pecho”: Salir a robar.

[13] “Bondi”: problema, situación.

[14] “Cobani”: policía.

[15] “Cana”: Policía.

[16] “Pararse de manos”: pelear, enfrentarse.

[17] “Pinchamos”: detenidos por la policía.

[18] “Guachos”: En el sentido de la frase sería muchachos.

[19] “Zapallo”: cabeza.

[20] “Mal ahí”: ¡Qué desgracia!

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