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Heliogábalo o el anarquista coronado...


Invitado Anoshvan

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Invitado Anoshvan

Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

INTRO

 

Quién fue Heliogábalo?...

 

Heliogábalo (Emesa, Siria, c. 203 - Roma, 11 de marzo de 222) fue un emperador romano de la dinastía Severa que reinó desde 218 hasta 222. Su nombre de nacimiento era Vario Avito Basiano, hijo de Julia Soemia Basiana y Sexto Vario Marcelo, y en su juventud sirvió como sacerdote del dios El-Gabal en su ciudad natal, Emesa. Al convertirse en emperador tomó el nombre de Marco Aurelio Antonino Augusto, y sólo fue conocido como Heliogábalo mucho tiempo después de su muerte.

 

En 217, el emperador Caracalla fue asesinado y reemplazado por su prefecto del pretorio, Marco Opelio Macrino. La tía materna de Caracalla, Julia Mesa, promovió con éxito una revuelta entre la Legio III Gallica para conseguir que su nieto mayor, Heliogábalo, fuera declarado emperador en su lugar. Macrino fue derrotado el 8 de junio de 218, en la Batalla de Antioquía, con lo cual Heliogábalo, de apenas catorce años de edad, ascendió al trono imperial y comenzó un reinado marcado por la polémica.

 

Durante su mandato, Heliogábalo hizo caso omiso de las tradiciones religiosas y los tabúes sexuales de Roma. Reemplazó al dios Júpiter, cabeza del panteón romano, por el dios Sol Invicto (Deus Sol Invictus), y obligó a miembros destacados del gobierno de Roma a participar en los ritos religiosos en honor de la deidad, de la que él era sumo-sacerdote. Se casó hasta cinco veces y se dice que otorgó favores a personas que se creía pudieran ser sus amantes homosexuales, hasta el punto de que se lo acusó de haberse prostituido él mismo en el palacio imperial.

 

Su comportamiento provocó el rechazo de la Guardia Pretoriana y del Senado romano. En medio de una creciente oposición, Heliogábalo, de solo 18 años de edad, fue asesinado y reemplazado por su primo, Alejandro Severo el 11 de marzo de 222, en un complot tramado por su abuela, Julia Mesa, y por miembros de la Guardia Pretoriana. Heliogábalo desarrolló entre sus contemporáneos una reputación de excentricidad, decadencia y fanatismo que fue probablemente exagerada por sus sucesores y rivales políticos.

 

Esta propaganda trascendió posteriormente y, como resultado de ello, Heliogábalo es uno de los emperadores romanos más vilipendiados por los historiadores antiguos. Por ejemplo, Edward Gibbon escribió que Heliogábalo «se abandonó a los placeres más groseros y a una furia sin control»

B.G. Niebuhr consideró que el nombre de Heliogábalo quedaba grabado en la historia por encima de otros debido a su «indescriptiblemente desagradable vida».

 

fuente: wikipedia

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Invitado Anoshvan

Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

LA CUNA DE ESPERMA

 

Si en torno del cadáver de Heliogábalo, muerto sin sepultura, y degollado por su policía en las letrinas de su palacio, hay una intensa circulación de sangre y excrementos, en torno de su cuna hay una intensa circulación de esperma.

 

Heliogábalo nació en una época en que todo el mundo se acostaba con todo el mundo; y nunca se sabrá dónde ni por quién fue realmente fecundada su madre. La filiación de un príncipe sirio como él se establece por las madres; y en lo que a madres respecta, hay alrededor de ese hijo de cochero, recién nacido, toda una pléyade de Julias; y ejerzan o no en el trono, todas esas Julias son meretrices de alto vuelo.

 

El padre de todos, la fuente femenina de ese río de estupros e infamias, debe haber sido cochero antes de sacerdote, ya que de otro modo no se explicaría el encarnizamiento de Heliogábalo, una vez en el trono, en hacerse encular por los cocheros.

 

El caso es que la Historia, remontándose por el lado femenino a los orígenes de Heliogábalo, tropieza indefectiblemente con ese cráneo chocho y desnudo, con ese coche y esa barba que en nuestros recuerdos componen el rostro del viejo Basianus.

El hecho de que esta momia sea oficiante de un culto no condena a ese culto, sino a los ritos imbéciles y despreciables a que ese culto había quedado reducido por obra de los contemporáneos de las Julias y los Basianos, y por la Siria del naciente Heliogábalo. Pero desde el momento en que Heliogábalo niño aparece sobre los peldaños del templo de Emesa, ese culto muerto, y reducido a osamentas de gestos, al que se entregaba Basianus, recupera por debajo de las creencias y los revestimientos, su energía de oro concentrado, de luz pulverizada y victoriosa, y vuelve a ser milagrosamente activo.

 

En todo caso este antepasado Basiano, apoyándose en una cama como sobre muletas, hace esas dos hijas, Julia Domna y Julia mesa, con una mujer ocasional. Las hace y bien. Son hermosas.

 

Hermosas y preparadas para su doble oficio de emperatrices y rameras.

¿Con quién hace estas hijas? Hasta el momento actual la Historia no lo dice. Y nosotros admitiremos que esto no tiene importancia, obsesionados como estamos por las cuatro medallas con las cabezas de Julia Domna, Julia Mesa, Julia Semia y Julia Mamea. Ya que si Basianus hace dos hijas, Julia Domna y Julia Mesa, Julia Mesa a su vez hace otras dos: Julia Semia y Julia Mamea. Y Julia Mesa, cuyo marido es Sextus Varius Marcellus, pero sin duda fecundada por Caracalla o Geta (hijo de Julia Domna, su hermana) o por Gesius Marcianus, su cuñado, esposo de Julia Mamea, o quizá por Septimio Severo, su cuñado segundo, trae al mundo a Varius Avitus Basianus, más tarde apodado Elagabalus, o hijo de las alturas, falso Antonio, Sardanápalo, y por fin Heliogábalo, nombre que parece ser la feliz contracción gramatical de las más altas denominaciones del sol.Desde aquí vemos a ese bonzo chocho, Basianus, en Emesa, a orillas del Orontes, con sus dos hijas, Julia Domna y Julia Mesa.

 

Ya son dos estupendas mujeres esas dos hijas nacidas de una muleta con un SEXO masculino en la punta. Aunque fabricadas con esperma tardía, y en el punto más alejado que alcanza su esperma los días en que el parricida eyacula –digo el parricida y ya se verá por qué-, ambas están bien conformadas y macizas; macizas, es decir llenas desangre, piel, huesos y cierta materia lívida que pasa bajo las coloraciones de su piel.

 

Una es grande y empolvada de plomo, con el signo de Saturno en la frente, Julia Domna, semejante a una estatua de la Injusticia, la abrumadora Injusticia del destino; la otra es pequeña, delgada, ardiente, explosiva y violenta, y amarilla como una enfermedad del hígado.

 

La primera, Julia Domna, es un SEXO con cabeza, y la segunda una cabeza que no carece de sexo.

El año en que comienza esta historia, el año 960 y pico de la declinación del Latium, del desarrollo separado de ese pueblo de esclavos, comerciantes, piratas, incrustado como ladilla en la tierra de los etruscos; que desde el punto de vista espiritual no hizo otra cosa que chuparle la sangre a los demás; que nunca tuvo otra idea sino defender sus tesoros y cofres con preceptos morales, este año 960 y pico, que corresponde al año 179 del reino de Jesucristo, Julia Domna, la abuela, podía tener dieciocho años, y su hermana trece, y digamos de una vez que pronto estarían en edad de casarse.

 

Pero Julia Domna se asemejaba a una piedra lunar, y Julia Mesa al azufre achicharrado al sol.

Yo no pondría mi mano en el fuego asegurando que ambas fueran vírgenes, eso habría que preguntárselo a sus hombres, es decir, por la Piedra Lunar, a Septimio Severo, y por el Azufre, a Julius Barbakus Mercurius.Desde el punto de vista geográfico, siempre existía esa franja de barbarie alrededor de lo que se ha dado en llamar el Imperio Romano, y en el Imperio Romano hay que incluir a Grecia que, históricamente, inventó la idea de barbarie.

 

Y desde ese punto de vista nosotros, gente de Occidente, somos los dignos hijos de esa madre estúpida, puesto que para nosotros los civilizados somos nosotros mismos, y todo el resto, que da la medida de nuestra universal ignorancia, se identifica con la barbarie. No obstante, el hecho es que todas las ideas que impidieron la muerte inmediata de los mundos romano y griego, su caída en una ciega bestialidad, justamente vinieron de esta franja bárbara; y el Oriente, lejos de traer sus enfermedades y su malestar, permitió conservar el contacto con la Tradición.

 

Los principios no se encuentran, no se inventan; se conservan, se comunican; y existen pocas operaciones en el mundo más difíciles que conservar la noción, a la vez diferente y fundada en el organismo, de un principio universal.Todo esto sirve para señalar que desde el punto de vista metafísico, el Oriente siempre estuvo en un estado de tranquilizadora ebullición; que las cosas jamás se degradan por su causa;y que el día en que la cáscara de los principios se encoja allí irremediablemente, la cara del mundo también se encogerá, y todas las cosas estarán cerca de su ruina; y ese día ya no me parece lejano.

 

Julia Domna y Julia Mesa nacieron en medio de esta barbarie metafísica, de este desbordamiento sexual que en la misma sangre se encarniza en hallar el nombre de Dios.

Nacieron del esperma ritual de un parricida, Basianus, al que yo no puedo ver de otro modo que con la forma de una momia.

Este parricida clavó su miembro en el comprimido reino de Emesa , que en un principio no era un reino sino un sacerdocio; y todo eso, reino, sacerdocio, sacerdotes y sacerdote rey a la cabeza, jura estar inyectado de materia lívida, estar hecho de oro y descender en línea recta del Sol.

 

Pero un día, este sacerdocio que manejaba preceptos y que balbuceaba principios como se manejan al azar y sin ninguna ciencia alfileres o fuelles, este sacerdocio que quizá llevaba en su interior algo divino, pero que ya no sabía dónde se encontraba, en el que lo divino estaba aplastado, reducido a nada como el pequeño reino de Emesa entre el Líbano, Palestina,Capadocia, Chipre, Arabia y Babilonia, o como el plexo solar está aplastado en nuestros organismos de occidentales,; este sacerdocio vacuno de Emesa, Vacuno, es decir mujer, y mujer,es decir cobarde, maleable, abofeteado y esclavizado; que no hubiera podido conquistar su realeza visible a fuerza de puños, sino que se hallaba a su gusto en una atmósfera de facilidad y anarquía, supo aprovechar la descomposición del reinado de los Seleucidas –que a ciento sesenta años de distancia prosiguió la descomposición, mucho más importante, del imperio de AlejandroMagno-, para declararse independiente.

 

Los sacerdotes de Emesa, que desde hace mil años y más aún proviene de los Samsigeramidas, se transmiten el reino y la sangre del Sol de madre a hijo. De madre a hijo porque en Siria la filiación se establece por las madres: madre hace de padre, tiene los atributos sociales del padre; y la que, desde el punto de vista de la misma generación, es considerada como el primo genitor.

 

Digo EL PRIMO GENITOR. Esto quiere decir que la madre es padre, que la que es padre es la madre, y que lo femenino engendra lo masculino.

 

Y esto hay que compararlo con el sexo masculino de la Luna que a quienes lo veneran les impide convertirse en cornudos. El caso es que en Siria, y particularmente entre los Samsigeramidas, la hija transmite el sacerdocio, mientras que el hijo no transmite nada. Pero para volver a los Basianos, entre los cuales Heliogábalo es el más ilustre, y de los cuales Basianus es el fundador, hay una terrible escisión entre la línea de los Basianos y la de los Samsigeramidas; y esta escisión está señalada por una usurpación y un crimen, que sin interrumpirla desvían la descendencia del Sol.

 

Ahora, como entre los Samsigeramidas el padre es la madre, para que el historiador romano haya podido llamarlo “parricida”, es preciso que Basianus haya matado a su madre; pero como no se sucede a una mujer, sino a un hombre, y aunque la mujer transmitía el sacerdocio era de todos modos el hombre quien estaba encargado de conservarlo, yo pienso que Basianus debió matar a quien lo conservaba, y que mató a su verdadero padre, su padre POR la naturaleza y su padre EN la sociedad.

 

Por lo tanto era de sangre masculina; se encontraba del lado masculino de la sangre solar; pero el hecho de haber restaurado una vez más la supremacía del macho sobre la hembra, y de lo masculino sobre lo femenino, no parece haber arreglado las cosas, puesto que la declinación comienza a partir de él; y es difícil encontrar en la Historia un conjunto de crímenes,de bajezas, de crueldades más perfecto que el de esta familia, en que a los hombres correspondió toda la maldad y la debilidad, y a las mujeres la virilidad.

 

Aquí se puede decir que Heliogábalo fue hecho por las mujeres, que pensó a través de la voluntad de dos mujeres; y que cuando quiso pensar por sí mismo, cuando el orgullo del macho azotado por la energía de sus mujeres, de sus madres, que se acostaron todas con él, quiso manifestarse, se sabe cuál fue el resultado.

 

No juzgo el resultado como puede juzgarlo la Historia; a mí me gusta esa anarquía, ese libertinaje.

Me gusta desde el punto de vista de la Historia y desde el punto de vista de Heliogábalo; pero Heliogábalo todavía no había nacido en el momento en que tomo su historia.

Los reyes de Emesa, esos pequeños reyes-mujeres, que pretenden ser hombre y mujer a la vez –como el Megabiro del templo de Efeso, hombre, que se ata la verga para sacrificar como mujer, pero se convierte en la piedra reclinada del sacrificio, ante la que sacrifica de pie- desde hace mucho tiempo depositaron su libertad en los machos de Roma.

 

Del viejo reinado de Emat no queda más que ese templo, oscuro y voluminoso. El control de los negocios, la guerra, laprotección material de los bienes pertenece a la soldadesca de Roma. Por lo demás, cada sirio piensa como quiere, y la religión del Sol sigue estando repleta a cada tanto de devociones a la Luna, con una mezcla de piedras lunares, peces, carneros y jabalíes. Además toros, águilas,gavilanes diseminados; ¡pero nada de gallos! No, no creo que el gallo haya ocupado un gran lugar en medio de esos ritos.

 

El templo de Elagabalus en Emesa desde hace varios siglos es el centro de espasmódicas tentativas en que se mide la gula de un dios. Ese Dios, Elagabalus, o Surgido de la Montaña,Cima Radiante, viene de muy lejos. Y quizá se llama Deseo en la vieja cosmogonía fenicia; y ese deseo, como el mismo Elagabalus, no es simple, ya que resulta de la mezcla lenta y multiplicada de los principios que irradiaban en el fondo del Hálito del caos.

 

El sol no es más que el rostro reducido de todos esos principios, un aspecto que sólo sirve para adoradores fatigados y caídos.Es preciso decir que el Hálito que estaba en el Caos se enamoró de sus principios; y quede ese movimiento de avance, de esa especie de idea que elimina las tinieblas nació un deseoconsciente. Y en el mismo Sol hay fuentes vivas, una idea del Caos reducido y completamenteeliminado.Ahora bien, aquello que en el cuerpo humano representa la realidad de ese hálito no es la respiración pulmonar, que sería a ese hálito lo que el Sol en su aspecto físico es al principio de la reproducción, sino esa especie de hambre vital, cambiante, opaca, que recorre los nervios con sus descargas, y entra en lucha con los principios inteligentes de la cabeza. Y a su vez esos principios recargan el hálito pulmonar y le confiere todos sus poderes.

 

Nadie podrá pretender que los pulmones que renuevan la vida no estén bajo las órdenes de un hálito proveniente de la cabeza. Y la cabeza de Elagabalus, dios de Emesa, siempre trabajó mucho.

Pero en el año 179, cuando Septimio Severo en Siria toma el mando de la cuarta Legión Escítica de la alta cosmogonía fenicia divulgada por Sanchoniaton ya no queda más que una piedra negra caída del cielo: ese monolito, ese bloque en punta del que Basianus se constituyó en guardián, pero que en realidad está bajo la custodia de sus dos hijas, esas dos sirias voluptuosas: Julia Domna y Julia Mesa. Septimio Severo ya está viejo y cansado; desde hace mucho tiempo que las arenas del desierto quemaron sus suelas y mordieron sus talones de asta.

 

Detrás de él tiene dos o tres viudeces: pero ni bien desembarca decide tomar mujer y con ese objeto consulta los registros del estado civil.

En esos registros encuentra a la Luna, es decir la Piedra Lunar, es decir Julia Domna. Pero Domna es Diana, Artemisa, Ishtar, y también es Proserpina, la fuerza de lo femenino negro.

Lo negro en la tercera región de la tierra. La mujer encarnada en los infiernos, y que jamás asciende más arriba de los infiernos.Pero Julia Domna tiene un horóscopo que la destina a ser un día la mujer de un Emperador; y por su horóscopo decide casarse con Julia Domna.

 

Ahora, la piedra lunar, Julia Domna, el horóscopo y los oráculos hidrománticos ante los que se obtienen los horóscopos delos emperadores, todo marcha al unísono.

Quiero decir que en Siria la tierra vive, y que hay piedras que viven; y que Julia Domna tiene mucho que ver con todo eso.Hay piedras negras en forma de verga de hombre, y un sexo de mujer cincelado debajo.

Yesas piedras son vértebras en preciosos rincones de la tierra. Y la piedra negra de Emesa es lamás grande de esas vértebras, la más pura, y también la más perfecta. Pero hay piedras que viven, como viven las plantas o los animales, y como puede decir se que el Sol, con sus manchas que se desplazan, se hinchan y se deshinchan, babean unas sobre otras, vuelven a babear y vuelven a desplazarse –y cuando se hinchan o se deshinchan, lo hacen rítmicamente y desde el interior-, como puede decirse que el Sol vive.

 

Las manchas nacen en él como un cáncer, como los bubones efervescentes de una peste. Allí adentro hay materia pulverizada que se contrae, como trozos de sol triturados pero negros. Y pulverizados, ocupanmenos lugar. Sin embargo es el mismo Sol y la misma extensión y cantidad de Sol, pero enciertos sitios apagado, y entonces recuerda al diamante y al carbón. Y todo eso vive; y puede decirse que algunas piedras viven; y las piedras de Siria viven como milagros de la naturaleza,puesto que son piedras lanzadas por el cielo.Y hay muchos milagros y maravillas de la naturaleza sobre el suelo volcánico de Siria.

 

Ese suelo que parece tapizado y enteramente formado de piedra pómez, pero en donde las piedras caídas del cielo viven su propia vida, y sin confundirse con la piedra pómez. Y existen maravillosas leyendas sobre las piedras de Siria.

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Invitado Anoshvan

Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

Como lo atestigua este texto de Fotius, historiador bizantino de la época de Septimio

Severo:

“Severo era un romano, y padre de romanos, de acuerdo con la ley; fue él mismo quien

dijo que había visto una piedra en la cual se observaban las diferentes caras de la Luna,

adoptando todo tipo de apariencias, ora ésta, ora aquélla, creciendo y disminuyendo según el

curso del Sol, y que también llevaba impreso el mismo Sol.”

 

Debe decirse que este texto de Fotius no es en sí mismo una obra original, sino el plagio

de un libro perdido que, a juzgar por la cantidad de escritores que a él se refieren, parece haber

constituido para los antiguos una verdadera Biblia de lo Maravilloso: la “Vida de Isidoro” por

Damascius.

 

Pero la forma más apasionante de las piedras sirias se encuentra en los Betilos, los Betilos

negros, o Piedras de Bel. El cono negro de Emesa es un Betilo que conserva su fuego y se

dispone a devolverlo, ya que los Betilos surgieron del fuego. Son como chispas carbonizadas del

fuego celeste. E indagar su historia es volver a la génesis del mundo creado:

“Vi -sigue diciendo Severo- un Betilo movido por el aire, a veces oculto entre mantas,

pero también a veces llevado en las manos de un servidor; el nombre de ese servidor que se

encargaba del Betilo era Eusebios, quien me dijo que súbitamente y de manera totalmente

imprevista, le había sobrevenido el deseo de salir de la ciudad de Emesa, casi en medio de la

noche, y de irse muy lejos hacia esa montaña en la que estaba enclavado el viejo y magnífico

templo de Atenas; que había llegado muy rápido al pie de la montaña y que allí se había sentado

para reposar del cansancio de la ruta y que en ese mismo lugar había visto una bola de fuego que

caía del cielo con una velocidad muy grande y un león enorme que se hallaba junto a la bola de

fuego; que el león había desaparecido de súbito pero que él había corrido hasta la bola de fuego

ya apagada, la había tomado y era ese Betilo, y mientras lo llevaba le preguntó a qué dios

pertenecía; y le respondió que pertenecía a Gennaios (ese Gennaios es adorado por los

hieropolitanos que le erigieron en el templo de Zeus una estatua en forma de león); lo había

llevado a su casa esa misma noche, y había recorrido una distancia no menor, decía, de

doscientos diez estadios.

 

Eusebios no regía los movimientos del Betilo, sino que estaba obligado

a rogarle, a implorarle; y el otro satisfacía sus deseos.

“Era una bola perfectamente esférica, de un color blancuzco; y su diámetro medía un

palmo. Pero en ciertos momentos aumentaba o disminuía su tamaño; en otros momentos

adoptaba un color purpurino.

Y nos mostró unas letras trazadas sobre la piedra, teñidas del color

llamado minio (o cinabrio). Luego adosó el Betilo a la pared. Y era por medio de esas letras que

a quien lo interrogaba el Betilo daba la respuesta buscada. Emitía voces en forma de un leve

silbido que Eusebios nos interpretaba.”

 

 

En otro pasaje de su libro, ese mismo Fotius, obsesionado por lo maravilloso de esas

piedras, siente la necesidad de reanudar su descripción, y una vez más apela al testimonio de

Severo:

“Severo contaba, entro otras cosas, durante su estancia en Alejandría, que también había

visto una piedra heliaca, no tal como las que nosotros vimos, sino que lanzaba desde lo más

profundo de su masa unos rayos dorados que formaban un disco semejante al Sol colocado en el

centro de la piedra, y que al principio tenía la apariencia de una bola de fuego. De esta bola

surgían rayos que iban hasta su circunferencia, ya que toda la piedra tenía una forma esférica.

También había visto una piedra selenita, no de aquellas en la que se ve aparecer una pequeña

luna, sólo después de haberla hundido en el agua, y que por eso se llaman hidroselenitas, sino

una piedra que, por un movimiento propio e inherente a su naturaleza, giraba cuando la Luna

giraba, y de la manera como ella giraba, obra realmente maravillosa de la naturaleza.”

 

 

La pequeña ciudad de Apamea en Emesa se alza al pie del Anti Líbano, en medio de un

paisaje de lava muerta y polvo de osamentas. Su pequeño templo de sol-luna posee un oráculo

hidromántico, oráculo que nunca se equivoca.

En él se hubiera podido ver, un día cualquiera del mundo antiguo, caminando en grupo

como peregrinos en el cerco ce la luz solar, a toda la familia de Heliogábalo: Basianus, el

bisabuelo, Julia Domna, la tía abuela, Julia Mesa, la abuela. Basianus, de color amarillo chillón,

se adelanta lentamente a paso de asno; y sus hijas lo preceden.

A las doce en punto, hora en que el oráculo habla, llegan al segundo recinto del templo; y

se acercan al vivero sagrado.

 

 

La “Vida de Isidoro” de Damascius contiene una descripción de este oráculo por el cual,

según se cuenta, Julia Domna llegó al trono.

Y es de suponer que aquel día el oráculo estuvo

particularmente preciso y particularmente concienzudo, pues a partir de él se obtuvo el

horóscopo que anunció a Julia Domna su futuro reinado. Y se sabe que treinta taños después,

Varius Marcellus, padre putativo de Heliogábalo, hace levantar en honor del oráculo una estela

votiva que lleva grabado en la piedra el horóscopo de Julia Domna, realizado en aquel momento.

“Quienes venían a honrar a la diosa (Afrodita, salida de las aguas)- cuenta Juvenal según

el libro perdido-, llevaban presentes de oro y plata, telas de lino, biso y otros materiales

preciosos, y si esos presentes eran aceptados, tanto los paños como los objetos pesados se iban al

fondo. Si al contrario eran rehusados y rechazados, se veía sobrenadar los paños y hasta todo

aquello que estaba hecho de oro, plata y materiales lo bastante pesados para no flotar

naturalmente.

 

“Las tablillas oblongas de bronce, perforadas por un agujero que permitía ensartarlas a la

manera de los sortilegios etruscos, y que llevaban respuestas triviales redactadas en latín arcaico

en una cadencia próxima al hexámetro, conservaron para nosotros el valor de ejemplos de esos

talismanes o sortilegios, en los cuales vivían los oráculos itálicos.”

 

Entre los otros milagros y maravillas de Siria de los que dan fe los historiadores, hay

apariciones fabulosas, como la de Apolonio de Tiana frente a Antioquía; y la de esa divinidad

misteriosa que se manifiesta frente a Emesa poco tiempo después de la muerte de Heliogábalo,

como lo relata Vopiscus en la “Vida del Emperador Aureliano”.

 

“La caballería de Aureliano había emprendido la retirada frente a Emesa cuando una

divinidad que sólo más tarde fue conocida vino a alentar a nuestros soldados. La emperatriz

Zenobia huyó, Aureliano entró en Emesa como triunfador y en el mismo momento se dirigió al

Templo de Heliogábalo, pues quería cumplir con los dioses. Allí divisó una vez más, y con la

misma forma, la divinidad que había visto en el combate, alentando la acción de sus armas.

“De regreso a Roma hizo construir en honor del Sol un templo cuya consagración fue

hecha con la mayor magnificencia.

 

 

“Entonces aparecieron en Roma esos vestidos cubiertos de pedrerías que vemos en el

Templo del Sol, esos dragones provenientes de Persia, esas mitras de oro.”

Pero por encima de esas leyendas y relatos de la tierra que, simbólicos o no, y como todos

los símbolos, ocultan y ponen de manifiesto, pero de manera reversible, las más precisas e

indiscutibles verdades, están los relatos y leyendas del cielo.

Están las Fábulas Metafísicas, las

Cosmogonías, el Génesis, no el bíblico, sino el feacio, y que, falso o no en su redacción

primitiva, nos transmite, mediante la estela de Sanconiaton, el espíritu profundo y las

preocupaciones cenagosas (quiero decir referidas al antiguo cieno) de los primeros mercachifles

surgidos del color rojo, rojo amarillo como las menstruaciones.

 

Esas menstruaciones rojo amarillas que son el color y la bandera de los feacios, vuelven a delinear el recuerdo de la más terrible de las guerras. Rojo amarillo, estandarte de la mujer, contra blanco esperma, estandarte

del SEXO masculino.

Acerca de los principios volveré a esta guerra que opone sin tregua posible

lo femenino a lo masculino. Por el momento sólo quiero detenerme en una guerra de maravillas,

de anomalías naturales, de espectáculos rituales espléndidos, en los que el hombre y la mujer se

mezclan a través del oro y de la Luna sobre el manto del sacerdote celebrante.

En Siria los templos vibran de maravillas reales, de magia exteriorizada. Y una

considerable cantidad de templos que no parecen construidos sino para ilustrar esa guerra, esos

ritos, esas anomalías, rivalizan en esplendor por toda la extensión de Siria, unos consagrados al

Sol, otros a la Luna, y nunca se sabe muy bien cuál es la hembra, cuál el macho, y si el macho es

quien ha engendrado a la hembra o a la inversa.

 

En Emesa está el templo del Sol, que parece

tener la primacía sobre los otros templos del Sol macho, como si hubiera muchos soles y

tomadas en particular cada uno fuera el doble de todos los demás, y como la Luna es el doble

hembra de un dios único y masculino; y el templo del sol-luna en Apamea todo empedrado con

piedras lunares; y el de la Luna en Hierápolis cerca de Emesa que, exteriormente consagrado a la

mujer, posee un trono esmirriado y disminuido para el macho, que sólo se muestra una vez al año

y en la figura de Apolo. Apolo, es decir el Sol en movimiento y que corre, el Sol liberado de una

parte de sí mismo, la más alta, y considerado en su fuerza motora, el Sol que ha bajado de su

trono y que acepta ponerse en movimiento, que ya no es rey, puesto que no está sentado, no está

inmóvil y trabaja, y se ha convertido en el hijo del rey, como el cristo es hijo de Dios.

Luciano, autor griego del siglo II después de Jesucristo, relata una visita que efectuó al

templo de Astarté en Hierápolis.

 

 

Pero en vano se buscaría en su relato una precisión acerca de los ritos que allí se

practican. Nada parece haberle impresionado fuera de un pintoresquismo puramente exterior:

“El templo conserva objetos preciosos, antiguas ofrendas, una multitud de objetos

maravillosos, estatuas veneradas y dioses siempre presentes. En efecto las estatuas sudan, se

mueven y emiten oráculos.”

Ya que si las piedras emiten sonidos, si vuelan, si tienen un hálito, una respiración que les

pertenece, también las estatuas tienen un hálito que sin duda es el espíritu del dios.

“A menudo-dice Luciano-, se escucha una voz en el santuario, cuando el templo está

cerrado. Muchos la han oído.”

 

 

Es de suponer que una vez abierto el templo, la superchería se hacía imposible. Siempre

habrá farsantes al lado de los iniciados.

“He visto –continúa Luciano-, el tesoro secreto del templo, donde se conservan las

reliquias, las innumerables riquezas; paños, objetos de oro y plata ordenados por separado.

“Además el templo contiene cuernos de elefantes, alfarería, tejidos etíopes; en el

vestíbulo se ven dos enormes falos. También puede verse, en el recinto del templo, un

hombrecito de bronce sentado provisto de un enorme miembro.

“El emplazamiento mismo en donde se construyó el templo de Hierápolis es una colina

situada en medio de la ciudad. Está rodeado por dos murallas. Una de esas murallas es antigua, la

otra no es muy anterior a nuestra época. Los propileos tiene una extensión de aproximadamente

cien brazas (ciento sesenta metros).

 

Bajo estos propileos se encuentran falos de una altura de

treinta brazas (cuarenta y ocho metros). Un hombre sube dos veces por año a uno de esos falos y

se queda en lo alto durante siete días. El motivo de esta ascensión es el siguiente: el pueblo está

persuadido de que este hombre, desde ese sitio elevado, conversa con los dioses, les pide la

prosperidad de toda Siria, y que aquellos escuchan su ruego desde más cerca. Otros piensan que

esto se practica en honor de Deucalión y en recuerdo de ese triste acontecimiento, cuando los

hombres huían a las montañas por temor a la inundación. (El templo de Hierápolis poseía un

orificio por el cual se decía que había salido el agua del diluvio). Para subir al falo el hombre

pasa una gruesa cadena alrededor del falo y de su cuerpo, luego sube por medio de salientes de

madera que sobresalen del falo, lo bastante anchas para apoyar el pie. A medida que se eleva

levanta la cadena consigo del mismo modo que los carreros levantan las riendas. Si nunca han

visto esto, seguramente han visto treparse a las palmeras, ya sea en Arabia, en Egipto o en otras

partes, entonces comprenderán lo que quiero decir. Al llegar al término de su camino, nuestro

hombre suelta otra cadena que lleva consigo y, por medio de esta cadena, que es muy larga, alza

todo lo que necesita: maderas, ropas, utensilios. Con todo eso se confecciona una morada, una

especie de nido, se sienta y permanece el tiempo mencionado. La muchedumbre que llega le trae,

algunos oro, otros plata, otros cobre; depositan estas ofrendas delante de él y se retiran diciendo

cada uno su nombre.

 

 

“Allí hay otro sacerdote, de pie, que le va repitiendo los nombres, y en cuanto los

escucha, dice una oración por cada uno de ellos. Al orar, golpea en un instrumento de bronce que

produce un sonido estrepitoso y chillón.

“El hombre no duerme. Se cuenta que, si se quedara dormido, un escorpión llegaría hasta

él y lo despertaría con una picadura dolorosa. Tal es el castigo atribuido a su sueño. Lo que se

cuenta del escorpión es santo y divino.

“El templo mira al Sol naciente. Por su forma y estructura se asemeja a los templos

construidos en Jonia.”

Aquí es donde huele a mujer. Si en lugar de darnos una descripción exterior del templo de

Hierápolis –y nunca es más exterior su descripción que cuando simula violar sus entrañas,

introducirse en sus secretos-, Luciano hubiese tenido la menor curiosidad por los principios,

habría buscado sobre las columnatas del templo el origen extrahumano de los sexos petrificados

de hembra que forman su ornamento. Este es el principio mismo de la arquitectura Jónica.

Pero volvamos a su descripción documental.

Esta descripción tiene la ventaja de precisar cierta cantidad de detalles concretos, aunque

superficiales, y pone de manifiesto ese gusto innato del decoro, esa pasión por las

magnificencias, verdaderas o falsas, en un pueblo para el que el teatro no estaba sobre la escena,

sino en la vida.

 

 

“Del suelo se alza una base de una altura de dos brazas. Sobre esta base está asentado el

templo. Al entrar uno se siente embargado por la admiración: las puertas son de oro, en el

interior el oro brilla por todas partes, sobre toda la bóveda. Se siente un olor suave, semejante a

aquel del cual se cuenta que está perfumada Arabia. Por más lejos que uno se encuentre al llegar

al templo, puede respirar ese olor delicioso, y una vez fuera de él, éste no se disipa, sino que

impregna profundamente la ropa, y siempre conserva uno el recuerdo. Adentro, en un recinto

apartado están colocadas las estatuas de Júpiter y Juno, a quienes los habitantes de la ciudad

llaman por un nombre que posee consonancias sacadas de su propio lenguaje. Esas dos estatuas

son de oro y están sentadas: Juno sobre leones, Júpiter sobre toros.

 

La estatua de Juno tiene un

cetro en una mano, en la otra un tallo, su cabeza coronada de rayos sostiene una torre y está

ceñida con la diadema con que por lo común no se adorna más que la frente de Urania. Sus ropas

están cubiertas de oro, de piedras infinitamente preciosas, unas blancas, otras color de agua, una

gran cantidad color de fuego; son sardónices, circones egipcios, esmeraldas que le traen los

indios, los medos, los armenios, los babilonios.

“La estatua lleva sobre la cabeza un diamante denominado Lámpara. Durante la noche

arroja un resplandor tan intenso que el templo se ilumina como con antorchas; durante el día esa

claridad es mucho más débil; sin embargo la piedra conserva una parte de su fuego. También hay

otra maravilla en esta estatua; si se la mira de frente, ella lo mira, si uno se aleja, su mirada lo

sigue. Si otra persona hace la misma experiencia desde otro lado, la estatua no deja de hacer lo mismo.

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Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

“Entre esas dos estatuas se ve una tercera también de oro, pero que no tiene nada en

común con las otras dos. Es el Semeión: sobre la cabeza soporta una paloma de oro.

“Cuando se entra en el templo, a la izquierda se encuentra un trono reservado al Sol, pero

la figura de ese dios no existe, el Sol y la Luna son las dos únicas divinidades cuyas imágenes no

se muestran; ellos dicen que es inútil hacer estatuas de divinidades que todos los días se

muestran en el cielo.”

 

 

El culto de Baal en Emesa, representado por la vigorosa verga de Elagábalo, dios negro,

es comparable, por sus ritos complejos y sobrecargados, al culto de Tanit-Astarté, la Luna, que, a

algunos kilómetros de allí, imponía su rigor en las frescas profundidades del templo de

Hierápolis. Era allí, en ese templo consagrado a la vagina de la mujer, a su SEXO divinizado,

donde un Apolo sudoroso y barbudo salía en las principales fiestas y consagraba sus oráculos a

través de la voz del gran sacerdote, avanzando o retrocediendo sobre los hombros de sus

portadores.

 

Este Apolo, totalmente de oro, con un agregado de gruesas cerdas negras bajo el

mentón, llega sostenido sobre las espaldas de una buena docena de portadores vacilantes y que

apenas logran soportar su masa. La muchedumbre se inclina. El incienso se eleva, parece surgir

de todos los orificios. En el fondo del templo, el gran sacerdote espera al dios, él mismo cubierto

de insignias, sobrecargado de pedrerías, de oropeles, de plumajes, derecho, endeble, aéreo como

el badajo de una campana, sudoroso de oro. En medio del súbito silencio se escuchan pasos,

voces, idas y venidas de todo tipo en las cámaras subterráneas del edificio; todo eso forma como

tajadas, como estratos superpuestos de murmullos y ruidos.

 

Bajo el suelo, el templo desciende en

espirales hacia las profundidades; las cámaras rituales se amontonan, se suceden verticalmente;

ocurre que el templo es como un gran teatro, un teatro en que todo sería verdadero.

En el momento en que el dios aparece, el dios ebrio que hace vacilar a sus guardianes, el

templo vibra, en correspondencia con los torbellinos estratificados de los subsuelos, conocidos y

señalados desde la más remota antigüedad. En las cámaras rituales, y hasta a varios centenares de

metros bajo el nivel del suelo, los guardianes se van pasando la noticia, dan voces, golpean

gongs, hacen gemir unas trompas cuyos ecos son reproducidos por las bóvedas.

En el ala de los gritos, sobre las nubes giratorias del incienso y de los ruidos, semejantes a

masas movibles de humo, el gran sacerdote interroga al oráculo, lo sondea, lo invoca a voz en

cuello y rítmicamente.

 

Entonces se ve al dios–loco, cuya barba produce un gran agujero negro en

medio del oro en que está completamente ahogado, se lo ve agitarse, echar espuma, como

rabioso o trastornado por la inspiración.

Si el oráculo es favorable, si la respuesta del oráculo es

“sí”

el dios empuja a sus portadores hacia delante.

Si el oráculo es desfavorable, si la respuesta del oráculo es “no” el dios lleva a sus

portadores hacia atrás.

 

 

Luciano mismo pretende haber visto un día como ese dios, cansado de las preguntas que

le hacían, se liberaba del abrazo de sus guardianes y se lanzaba de un vuelo hacia el cielo. Desde

aquí vemos a la muchedumbre, sobrecogida por una especie de terror religioso, que se precipita

fuera del templo, pisotea el atrio, tropieza y se arremolina alrededor de los dos grandes falos

altos como pilares, y momentáneamente inutilizados, con sus casi cien codos de altura.

Todo esto apenas pone de manifiesto cierto aspecto exterior de la religión de Astarté, la

Luna, extrañamente mezclada a los ritos de Apolo, el Sol barbudo. Pero es preciso insistir en la

presencia de esos dos pilares, que se alzaban uno tras otro en la alineación interior del templo.

Esos dos pilares, que representan falos, se alzan en el mismo eje del sol, de tal manera que

forman, con el punto en que el Sol se eleva en cierta época del año, una especie de línea ideal en

la que se inserta el templo, y que hace que la sombra de la primera columna, la columna más

cerca al templo, se confunda exactamente con la sombra de la otra.

 

 

Esta es la señal de un intenso desbordamiento de sexos, al que todo lo que es

especialmente religioso en el reino, y hasta lo que no lo es, no vacila en mezclarse. Pero aquello

que para los coribantes es un llamado a la mutilación, para la mayoría del pueblo es un estímulo

a la fornicación. Mientras las nuevas vírgenes sacrifican sobre el altar de la Luna su virginidad

recién adquirida, sus santas madres, que por un día salen del gineceo familiar, se entregan a los

barrenderos del templo, a los guardianes de las esclusas sagradas, que también emergen de sus

tinieblas por un día, y vienen a ofrecer su SEXO macho a los rayos del sol exterior.

Algunas mujeres se enamoran repentinamente de esos coribantes que arrojan sus

miembros mientras corren, que pierden abundantemente su sangre sobre los altares del dios

pítico. Y los maridos, los amantes de esas mujeres respetan esos amores sagrados.

Esas explosiones amorosas duran poco tiempo. Pronto las mujeres abandonan los

cadáveres de esos hombres cubiertos de vestidos femeninos, que han recibido en su carrera

mortal.

 

 

Dicho lo cual, debe reconocerse que Siria, que mezcla los templos, que ha olvidado la

guerra que en otros tiempos la hembra y el macho sostuvieron en el caos, y las guerras que los

feacios o fenicios, que no son semitas, sostuvieron en otros tiempos con los semitas, no por una

idea de macho y hembra, sino de masculino y femenino, Siria que reconcilió en sus templos

estos dos principios y sus múltiples encarnaciones, de todos modos tiene la disposición a cierta

magia natural: cree en los prodigios, y los busca; pero, por sobre todas las cosas, conserva una

idea de la magia que no es natural: cree en zonas de espíritus, en líneas místicas de influencia, en

una especie de magnetismo errante, y que adopta una forma, y que expresa por medio de figuras

sobre sus mapas del cielo Bárbaro, que no tienen nada que ver con mapas de astronomía.

Una mujer, única en su especie en la Historia, fue la encarnación de esa magia y de esas

guerras: Julia Domna.

 

 

En la confluencia de lo real y lo irreal, ella erige sus grandiosos designios alimentados

por debajo de la respiración de las piedras parlantes, sirviéndole lo maravilloso a la vez de

decorado y espejo.

Julia Domna, que ha hecho la guerra, que ha encendido y suscitado guerras para servir a

sus ambiciones de mujer y a sus ideas de dominación, también es responsable de esa

acumulación de maravillas que llenan la “Vida de Apolonio de Tiana”, escrita por Filóstrato;

Apolonio de Tiana el blanco, que recarga la espiritualidad de la tierra con signos hechos en las

tumbas.

 

 

Le perdono a Julia Domna su casamiento con esa especie de loco romano llamado

Septimio Severo; y le perdono sus hijos, más locos aún y más criminales que su padre, por la

“Vida de Apolonio de Tiana”, escrita por orden suya, y en la cual tomo yo todo en su sentido

literal.

Por otra parte, sin Julia Domna no habría existido Heliogábalo, pero creo que sin esa

aleación pederástica de la realeza y el sacerdocio, en que la mujer aspira a ser macho, y el macho

a adoptar maneras femeninas, la feminidad real de Julia Domna, que impregnaban lo maravilloso

y la inteligencia, nunca habría pensado en brillar sobre el trono del imperio romano. Para ello se

necesitaron circunstancias exteriores, y que ella fuera una verdadera mujer. Todo esto reunido

configura un monstruo que conduce a un emperador a la guerra, pero que, una vez pasada la

guerra, engendra poetas a su alrededor, como engendraría curanderos o brujos. Todos sus

amantes son gente que sirve, que sirve para algo, y que le sirve.

 

Ella mezcla el sexo y el espíritu,

y nunca el espíritu sin el sexo, pero tampoco el sexo carente de espíritu. En Siria, y cuando

todavía era una niña, se acuesta a diestro y siniestro, pero siempre con médicos, con políticos,

con poetas. Se entrega a personas que están en su propia línea, sin preocuparse por las líneas de

ellos. Primero ser reina: sus coitos la conducen a la realeza. Y es de suponer que a Septimio

Severo lo habrá hecho desear, en el año 179, cuando venía a Siria a tomar el mando de la 4ª.

Legión Escítica, y así hasta su casamiento, un poco más tarde. E incluso después.

 

 

Gasta sin frenos; y aunque no sabe como Julia Mesa urdir una sutil intriga, prepara

grandes planes. La ambición por sobre todas las cosas, y la fuerza. La ambición hasta en la

sangre, e incluso una vez por encima de la sangre. Si sus dos hijos buscan matarse ante ella,

abandona al muerto por el vivo, porque el vivo se llama Caracalla, y reina. Y porque ella domina

a Caracalla con su cabeza y cuida el trono mientras lo envía a guerrear a lo lejos.

Un historiador latino, Dion Casius, cuenta que Julia Domna se acuesta con Caracalla

sobre la sangre de su hijo Geta, asesinado por Caracalla. Pero Julia Domna nunca se acostó más

que con la realeza, la del Sol primero, de quien es hija; la de Roma luego, que la recubre como

un caballo cubre a una yegua.

 

 

Sin embargo, esta fuerza no carece de blandura. Hay mucha diversión en la corte de Julia

Domna, desde que bajo los auspicios de Julia mesa, su hermana, y de las hijas de esta última,

logró implantar en roma las costumbres de Siria.

El esperma corre a mares quizá, pero es un río inteligente ese río de esperma que corre y

sabe que no se pierde.

Ya que la blandura, aquí, no es más que la espuma de la fuerza. Una cresta que tiembla en

el viento.

Nada abate a esta mujer extraordinaria. Cuando se va la guerra, entra la poesía. Y

mientras tanto, su hermana está allí, bajo su dominio, y con ella sus hijas, por quienes se

perpetuará la raza del sol.

 

 

Heliogábalo nace en Antioquia, en el año 204, durante el reinado de Caracalla.

Y Caracalla, Mesa, Domna, Semia, la madre de Heliogábalo, entonces viuda de Varius

Antoninus Macrinus, y Mamea, madre de Alejandro Severo y viuda de Gesius Marcianus,

curador del trigo o de las aguas, todos ellos se acuestan todos juntos, se zarandean, banquetean, y

excitan a su alrededor los trances de los faquires sirios.

Luego, a lo lejos, adviene cerca de un templo de la luna macho, del dios Lunus, el

asesinato de Caracalla, cuando apeado del caballo estaba orinando.

 

 

Y Macrino, el nuevo emperador, se instala en el trono de Roma, sin volver nunca más a

Roma, imaginando que gobierna todo desde el fondo de Siria, allí donde se encuentra, y donde

perpetró el asesinato de Caracalla.

Parecía acabada entonces la realeza de Julia Domna. No obstante Macrino la deja donde

está: la respeta; y Julia Domna no da crédito a sus ojos. Sin embargo ya no es verdaderamente

reina. Conserva el título, los honores, la escolta (la fuerza armada es importante),y sobre todo el

tesoro de una reina (el tesoro es lo más importante), pero ya no toma parte en el gobierno del

imperio, y sigilosamente conspira, para recuperar ese gobierno.

 

 

Macrino se entera de todo eso, y apresuradamente llama a Siria a Julia Domna, Julia

Mesa, Julia Semia y Julia Mamea, y, además, al pequeño Varius Antoninus, de la familia de los

Basianos de Emesa, que llamaremos Heliogábalo, aunque todavía no haya recibido ese nombre.

La madre de Heliogábalo se encontraba en Roma, en el momento en que lo concibe, y en

consecuencia Caracalla pudo haber sido su padre, aunque en esa época no tenía más de catorce

años. Pero, ¿por qué un romano de catorce años, hijo de una siria, no lograría hacerle un hijo a

una siria de dieciocho años? No fue en Roma donde nació Heliogábalo, sino, por casualidad, en

Antioquía, en el transcurso de uno de esos viajecitos misteriosos que la familia de los Basianos

había de la corte de Roma al templo de Emesa, pasando por al capital militar de Siria.

 

 

De regreso a Sira, Julia Domna, que siempre amó la realeza por sobre todas las cosas, a

quien en el fondo nunca le importó el amor (y la poesía de Apolonio de Tiana y de algunos otros

siempre fue para ella la forma más alta de la realeza), Julia Domna que no puede soportar el

hecho de haber perdido la corona, decide dejarse morir de hambre; y así lo hace.

Julia Mesa y su camada están instaladas nuevamente en Siria.

Estamos en el año 211 de Cristo.

 

 

Heliogábalo puede tener siete años, y desde hace ya dos años ha sido consagrado

sacerdote del sol. Pero alrededor del pequeño reinado de Emat sobre el que reina Heliogábalo,

está la Siria desértica y blanca, de la cual de todos modos sería importante saber algo.

Desde el punto de vista militar es tranquila. Desde el punto de vista físico y geográfico,

es poco más o menos idéntica a lo que es hoy. Hoy el Orontes, que bañaba los muros del templo

de Emesa como una especie de brazo desviado, ha dejado de bañarlos.

 

Antioquía se llama Antioquía y Emesa se llama Homs. Del templo del Sol ya no queda nada, como si se lo hubiera

tragado la tierra. Realmente se lo tragó la tierra, puesto que todavía está allí, se ha construido una

mezquita a medio estadio a su derecha, que mira hacia el poniente; pero una simple plaza

empedrada recubre sus fabulosos cimientos, donde a nadie se le ocurrió jamás ir a excavar.

En cuanto a la ciudad de Homs, apesta como Emesa, ya que el amor, la carne y la mierda,

todo se hace al aire libre. Y las pastelerías al lado de las letrinas, como las carnicerías rituales

junto a las otras carnicerías.

 

Todo esto grita, se destapa, hace el amor, arroja el veneno y la

esperma como se arrojan escupitajos. En las callejuelas, a grandes pasos rítmicos y semejantes a

los que debían dar las grandes estatuas de Asuerus, los comerciantes salmodian en Homs como

salmodiaban en Emesa, delante de sus comercios semejantes a verdaderas ferias.

Tiene esos vestidos largos que se ven en los Evangelios, y se ajetrean en medio de olores

espantosos, como si fueran saltimbanquis o bufones orientales.

 

Y frente a ellos, pero en el año

211, pasa una muchedumbre, mezclada de esclavos y aristócratas, y por encima de ellos, sobre

las alturas de la ciudad, resplandecen las murallas ardientes del templo milenario del Sol.

Al salir de las callejuelas comerciales, donde, entre los detritus de alimentos, se pudren

grandes ratas de albañal, acerquémonos al templo mismo, cuyo secreto esplendor hizo soñar a

una parte de la antigüedad. A medio estadio del templo los olores se acaban, se hace el silencio.

Un vacío atiborrado de sol separa el templo de la ciudad baja, ya que el templo del Sol en Emesa,

como casi todos los templos sirios, domina en un montículo elevado.

 

Ese montículo está hecho

de las entrañas de otros templos, de restos de palacios, y de los vestigios de antiguas

convulsiones terrestres, que, si se quisiera determinar su origen, nos llevaría a un Diluvio mucho

más remoto que el de Deucalión. Un recinto bajo, de adobe rosado, cierra el templo en la cima

del montículo, seguido a una distancia del ancho de la plaza de la Concordia, por un segundo

recinto de piedras raras, recubiertas por una veladura de mica brillante. Una vez abierta la puerta

del segundo recinto, comienzan los ruidos sagrados, los ruidos interiores, y ante la vista se ofrece

un espectáculo desconcertante.

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Invitado Anoshvan

Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

Allí está el templo, con su águila de alas abiertas, y que cuida al Falo sagrado.

 

Sobre sus paredes de mármol se estremecen grandes olas de resplandores argentíferos, que recuerdan al espíritu los múltiples gritos que parece lanzar el Apolo Pitio, durante el transcurso de las grandes fiestas solares. Y alrededor del templo, a raudales, saliendo de las grandes alcantarillas negras, desfilan los servidores rituales, como nacidos del sudor del suelo. Ya que en el templo de Emesa, la entrada de servicio está bajo tierra, y nada debe turbar el vacío que bordea al templo más allá del recinto más alejado. Un río de hombres, animales, objetos, materiales, vituallas, nace en varios rincones de la ciudad comercial, y converge hacia los subterráneos del templo, creando alrededor de sus cámaras alimenticias como la trama de una inmensa telaraña. Este entrecruzamiento misterioso de hombres, animales vivos o desollados, metales llevados por especies de pequeños cíclopes que sólo verían la luz del día una vez al año, alimentos, objetos fabricados, crea en ciertas horas del día un paroxismo, nudos de gritería y de ruidos, pero puede decirse que no se detiene jamás.

 

Bajo tierra, los carniceros, las escoltas, los carreteros, los distribuidores, que salen del templo por sus partes bajas y hurgan en la ciudad a lo largo de todo el día, para dar al dios rapaz sus cuatro partes cotidianas de alimentos, se cruzan con los sacrificadores, ebrios de sangre, incienso y oro fundido, con los fundidores, con los heraldos de las horas, con los batidores de metales, clavados en sus cuartos bajos durante todos los días del año, y que sólo emergen el día fatídico de los Juegos Píticos, también llamados Helia Pitia. Sucede que alrededor de las cuatro grandes comidas rituales del dios solar, gira un pueblo de sacerdotes, esclavos, heraldos, párrocos. Y estas mismas comidas no son simples, sino que a cada gesto, a cada rito, a cada manipulación sangrienta, a cada cuchillo bañado en ácido y secado, a cada nueva vestimenta que Basianus se saca o pone, a cada ruido de golpes, a cada mezcla precipitada de oro, plata, amianto o electro, a cada gozne que gira y que atraviesa los subterráneos radiantes con el ruido de la Rueda Cósmica, responde un vuelo de ideas sombrías y torturadas, de ideas enamoradas de formas que arden en deseos de reencarnarse. Una masa de oro arrojada en un abismo alimentado por cíclopes, en el preciso instante en que el Gran Sacrificador destroza frenéticamente la garganta de un gran buitre, y bebe su sangre, responde a una idea de la transmutación alquímica de los sentimientos en formas y de las formas en sentimientos, sobre el rito transmitido por los sacerdotes egipcios.

 

 

Pero a esta idea de la sangre derramada y de la transmutación material de las formas, corresponde una idea de la purificación. Se trata de aislar la ganancia obtenida de todo sentimiento de goce inmediato y personal por parte del sacerdote; y que este estallido, esta explosión de rápido frenesí puedan volver, sin la sobrecarga de materia, al principio del cual salieron. Por esto esas innumerables cámaras consagradas a una acción o incluso a un simple gesto, y de las cuales estaban como rellenos los subterráneos del templo, sus entrañas hirvientes.

 

El rito de la ablución, el rito del abandono, de la depravación, del despojo; el rito de la desnudez completa y en todos los sentidos; el rito de la fuerza corrosiva y del salto imprevisto del sol correspondiente a la aparición del jabalí salvaje; el rito de la rabia del lobo alpino y el de la obstinación del carnero; el rito de la emanación de los tibios calores y el de la gran crepitación solar en la época en que el principio macho marca su victoria sobre la serpiente; todos esos ritos, a través de diez mil cámaras, se corresponden diariamente, o de mes en mes, y de par de años en par de años; se corresponden de un vestido a un gesto, y de paso a un chorro de sangre. Porque lo que se transmitió al exterior de la religión del sol, tal como se practicaba en Emesa, y que el grueso del pueblo veía, no es más que la parte edulcorada y reducida, y cuya torturadora y abominable inspiración sólo podrían revelar los sacerdotes del dios Pítico. Si un falo giratorio, y cubierto con múltiples vestidos, señala lo que tiene de negro el culto del sol, los estratos ruidosos que conducen la idea del sol bajo la tierra, realizan de una manera física, con sus trampas y sus encantos tajantes, un mundo de ideas infinitamente sombrías y cuyas ordinarias historias de SEXO no son más que el revestimiento.

 

Esas ideas que determinan el culto del sol, tal como se practicaba en Emesa, conciernen a la maldad cósmica de un principio, al que los pueblos periódicamente cometieron el error de facilitar un detestable escape en las cosas, venerándolo en lo que tiene de negro. El triángulo invertido que forman los muslos, cuando el vientre se hunde en medio de ellos como una cuña, reproduce el cono oscuro del Erebo, en cuyo espacio maléfico, introducen sus exaltaciones los adoradores del falo solar, que en esto le dan la mano a los devoradores de menstruaciones lunares. Por lo tanto no es el coito, sino la muerte, y la muerte en la luz desesperante, en la caída de una parte de dios, cuya figura impotente revelan todas esas religiones iniciáticas, impotente y malvada a la vez, como un oro que, para mostrar su soberanía en el terreno de la baja realización, vería desprenderse una parte de sí mismo con el peso del plomo. Y todo esto, que revela el carácter espantoso de una religión no obstante monoteísta, prueba que Dios mismo es más que lo que de él se hace.

 

Allí donde las pirámides de Egipto, con sus triángulos construidos, son un llamado a la luz blanca, en el centro subterráneo del templo de Emesa es preciso pensar en una especie de filtro triangular, un filtro para la sangre humana. La sangre de los sacrificios de arriba no puede perderse en las cloacas comunes; no debe llegar a las aguas primitivas del mar mezclada con las ordinarias deyecciones humanas: orina, sudor, esperma, escupitajos o excrementos. Y bajo el templo de Emesa hay un sistema de cloacas especiales, donde la sangre del hombre se une al plasma de ciertos animales. Por esas cloacas en forma de espiral ardiente, cuyo círculo disminuye a medida que avanzan en las profundidades del suelo, esa sangre de seres sacrificados con los ritos requeridos va a llegar a los rincones sagrados de la tierra, a los primitivos filones geológicos, a los estremecimientos coagulados del caos. Esa sangre pura, esa sangre aligerada y sutilizada por los ritos, y que se hizo placentera para el dios de abajo, rocía a los dioses rugientes del Erebo, cuyo hálito termina de purificarla.

 

 

Ahora, de la punta de su falo al último circuito de sus cloacas solares, el templo, con las protuberancias de sus nichos, de sus fuentes, de sus bajorrelieves, de sus piedras vibrantes plantadas como clavos en los muros, está totalmente incluido en una especie de inmenso círculo, que corresponde al círculo espasmódico del cielo. Allí, en el centro de ese círculo ilusorio, y como en el punto viviente de una tela en el minuto en que se sostiene la araña, es donde se encuentra la cámara del filtro semejante a un triángulo invertido. Y la punta hueca del filtro corresponde en sentido inverso a la punta del falo de arriba. En esta cámara cerrada, sólo el gran sacerdote desciende con una cuerda, como un cubo en las profundidades de un pozo. Se lo baja una vez al año, a medianoche, en medio de un acompañamiento de ritos extraños en los que el SEXO físico del hombre adquiere una importancia desmesurada. Ese triángulo tenía en sus bordes una especie de adarve cerrado por una gruesa baranda. Y a ese adarve daban otras cámaras, sin salida hacia la luz exterior, pero en las cuales durante siete días, en un período que corresponde a las Saturnales griegas o romanas, se ejecutaban atroces matanzas.

 

 

Vuelvo ahora a Heliogábalo que es joven y se divierte. De tiempo en tiempo lo visten. Lo arrojan sobre los peldaños del templo, le hacen ejecutar ritos que su cerebro no comprende. Oficia con seiscientos amuletos que crean zonas en su cuerpo. Da vueltas alrededor de los altares consagrados a los dioses y a las diosas; se impregna de ritmos, cantos, olores y múltiples ideas; y llega el día en que todo eso se reúne, en que la sangre del sol sube como rocío en su cabeza, y cada gota de rocío solar se vuelve energía e idea. Es demasiado fácil decir que fue Julia Mesa, la rata o el azufre, la que condujo toda la intriga destinada a poner a Heliogábalo en el trono de los Césares romanos. Todos aquellos que triunfaron en la vida e hicieron hablar de ellos, no hay duda que tenían algo; y los que, como Heliogábalo, llegaron a ofuscar a la Historia, tenían cualidades que habrían podido cambiar el curso de la misma si las circunstancias hubiesen estado a su favor.

 

 

Julia Mesa posee sobre Domna, su hermana, la superioridad de no haber buscado jamás nada para ella misma, de no haber confundido jamás ni la realeza romana, ni la realeza solar de los Basianos con su pequeña persona, y de haber sabido despersonalizarse. Enviada a Emesa por Macrino, allí transporta tanto el tesoro del imperio acumulado por Julia Domna como el tesoro del sacerdocio sirio que se enmohecía en algún sitio en Antioquía; y encierra todo eso en el interior del recinto del templo, considerado por todos como inviolable y sagrado. Como rata, hace su trabajo de rata que gira sin descanso alrededor de las cosas. Estimula, alimenta sigilosamente la gloria de Heliogábalo, la alimenta por todas partes y por todos los medios posibles. Y no se preocupa por la calidad de esos medios. En ese pedestal que pone bajo la estatua sagrada del principito, la belleza de Heliogábalo desempeña un papel, pero también la sorprendente inteligencia de Heliogábalo, y su precoz desarrollo.

 

Desde muy pequeño Heliogábalo posee el sentido de la unidad, que están en la base de todos los mitos y de todos los nombres; y su decisión de llamarse Elagabalus, y el encarnizamiento con que se obstinó en hacer olvidar su familia y su nombre, y en identificarse con el dios que los cubre, es una primera prueba de su monoteísmo mágico, que no sólo es verbo, sino acción. Ese monoteísmo, luego, lo introduce en las obras. Y es ese monoteísmo, esa unidad de todo que entorpece el capricho y la multiplicidad de las cosas, lo que yo llamo anarquía. Poseer el sentido de la unidad profunda de las cosas es poseer el sentido de la anarquía, y del esfuerzo necesario para reducir las cosas llevándolas a la unidad.

 

Quien posee el sentido de la unidad posee el sentido de la multiplicidad de las cosas, de ese polvo de aspectos por los que se debe pasar para reducirlas y destruirlas. Y Heliogábalo, como rey, se encuentra en el mejor sitio posible para reducir la multiplicidad humana, y por medio de la sangre, la crueldad, la guerra, llevarla hasta el sentimiento de la unidad.

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Invitado Anoshvan

Re: Heliogábalo o el anarquista coronado...

 

LA GUERRA DE LOS PRINCIPIOS

 

Si nos acercamos a la Siria de hoy, con sus montañas, su mar, su río, sus ciudades y sus gritos, sentimos la ausencia de algo esencial; pero como el pus hirviente y vital, está ausente del absceso reventado.

 

Algo espantoso, compacto, duro, y si se quiere abominable, abandonó de golpe, brutalmente, como se vacía un pozo de aire, como el “Fiat” tonante de Dios volatiliza sus torbellinos, como se disipa en los rayos del sol traidor una espiral de vahos, abandonó el aire del cielo y las murallas carcomidas de las ciudades, algo que ya no se volverá a ver. Allí donde la religión de Ictus, el Pez pérfido, en el momento de la muerte, señala con cruces su paso sobre las partes culpables del cuerpo, la religión de Elagabalus exalta la peligrosa acción del miembro sombrío, del órgano de la reproducción.

 

Entre el grito del coribante que se castra y corre por la ciudad esgrimiendo su SEXO, bien rígido y seccionado al ras, y el aullido del oráculo que ruge al borde de los viveros sagrados, nace una armonía encantada y grave, basada en el misticismo. No un acuerdo de sonidos, sino un acuerdo petrificante de cosas y que demuestra que en Siria, un poco antes de la aparición de Heliogábalo y hasta algunos siglos después de él, hasta la crucifixión, sobre el frontispicio del templo de Palmira, de Valerio, emperador romano, cuyo cadáver fue pintarrajeado de rojo, el culto negro no temía mostrar sus encantos al sol macho, hacerlo cómplice de su triste eficacia. ¿Qué significa y en qué consiste finalmente esta religión del Sol en Emesa, por cuya difusión, después de todo, Heliogábalo dio su vida? No es suficiente que el olor del hombre persista todavía en las ruinas del desierto, que un soplo menstrual corra entre los torbellinos masculinos del cielo; no es suficiente que el eterno combate del hombre y la mujer pase por los canales surcados de las piedras, por las columnas de aire recalentadas.

 

El asombroso coloquio mágico que opone el cielo a la tierra y la luna al sol, y que la religión de Ictus, el Pez, ha destruido, si bien no se ejerce ya en el humor ritual de las celebraciones, está en el origen de nuestra actual inercia. Podemos despreciar a distancia la sangrienta aspersión de los Taurobolios, a la cual se entregan los adeptos al culto de Mitra, sobre una especie de línea mística, cuyo trayecto nunca fue superado, y que va desde las altiplanicies del Irán hasta el recinto cerrado de Roma; podemos taparnos la nariz de horror ante la emanación mezclada de sangre, esperma, transpiración y menstruaciones, unida a ese íntimo olor a carne corroída y SEXO sucio que se alza de los sacrificios humanos; podemos gritar de asco ante el prurito sexual de las mujeres, que al ver un miembro recién arrancado se sienten perdidamente enamoradas; podemos abominar de la locura de un pueblo en trance que, desde lo alto de las casas en que los coribantes arrojaron sus miembros, les lanzan vestidos de mujer sobre los hombros, al tiempo que invocan a sus dioses; pero no podemos pretender que todos estos ritos no contienen una suma de espiritualidad violenta que supera sus excesos sangrientos.

 

 

Si en la religión del cristo el cielo es un Mito, en la religión de Elagabalus en Emesa, el cielo es una realidad, pero una realidad en acción como la otra y que reacciona peligrosamente sobre la otra. Todos esos ritos hacen confluir el cielo, o lo que de él se desprende, en la piedra ritual, hombre o mujer, bajo el cuchillo del sacrificador. Esto ocurre porque hay dioses en el cielo, dioses, es decir fuerzas que no esperan sino el momento de precipitarse. La fuerza que recarga los macareos, que hace beber el mar a la luna, que hace subir la lava en las entrañas de los volcanes; la fuerza que sacude las ciudades y deseca los desiertos; la fuerza imprevisible y roja que en nuestras cabezas hace hervir los pensamientos como otros tantos crímenes, y los crímenes como otros tantos piojos; la fuerza que sostiene la vida y la que hace abortar la vida, son otras tantas manifestaciones sólidas de una energía cuyo aspecto pesado es el sol. Aquel que remueve los dioses de las religiones antiguas, y revuelve sus nombres en el fondo de su chimenea como con el gancho de un trapero; aquel que se enloquece ante la multiplicidad de los nombres; aquel que encuentra similitudes entre los dioses, cabalgando de un país al otro, y las raíces de una etimología idéntica en los nombres de los cuales están hechos los dioses; y que, después de haber pasado revista a todos esos nombres, a las indicaciones de sus fuerzas y al sentido de sus atributos, se escandaliza ante el politeísmo de los antiguos, que por eso llama Bárbaros, es porque él mismo es un Bárbaro, es decir un europeo.

 

Si los pueblos, a medida que andaba el tiempo, han vuelto a hacer a los dioses a su imagen y semejanza; si han extinguido la idea fosforescente de los dioses y, partiendo de los nombres con que los encerraban, se mostraron impotentes de remontarse hasta la descarga inicial, hasta la revelación del principio que esos dioses quieren manifestar, por medio de los contactos concéntricos de las fuerzas, por medio de la imantación aplicada y concreta de las energías, hay que acusar histórica e individualmente a esos pueblos, y no a los principios, y menos aún a esa idea superior y total del mundo que el Paganismo quiso restituirnos.

 

Y como en el fondo de las ideas, sólo pueden juzgarse por su forma, puede decirse que, tomados en el tiempo, el desarrollo innumerable de los mitos –al que corresponde, en los colmados subterráneos de los templos solares, el amontonamiento sedimentario de los dioses- no nos da la idea de la formidable tradición cósmica que está en el origen del mundo pagano, del mismo modo que las danzas de los bufones orientales y las tretas de los faquires que vienen a exhibirse en las escenas europeas no son capaces de transmitirnos el espíritu de liberación sin imágenes o la misteriosa conmoción de las imágenes que provienen de un gesto verdaderamente sagrado. El espíritu sagrado es aquel que permanece pegado a los principios con una fuerza de identificación sombría, que se asemeja a la sexualidad, a la sexualidad en el plano más próximo a nuestros espíritus orgánicos, a nuestros espíritus obstruidos por el espesor de su caída.

 

 

Esta caída acerca de la cual me pregunto si representa el pecado. Ya que en el plano en que las cosas se elevan, esta identificación se llama Amor, una de cuyas formas es la caridad universal, y la otra, la más terrible, se convierte en el sacrificio del alma, es decir en la muerte de la individualidad.

Todas estas luchas de dios contra dios, y de fuerza contra fuerza, en que los dioses sienten crujir entre sus dedos las fuerzas que se supone deben dirigir; esta separación de la fuerza y del dios, en que el dios queda reducido a una especie de palabra que cae, una efigie consagrada a las más horrorosas idolatrías; ese ruido sísmico y ese temblor material en los cielos; esa manera de clavar el cielo en el cielo, y la tierra en la tierra; esas casas y esos territorios del cielo que pasan de mano en mano y de cabeza en cabeza, mientras cada uno de nosotros, aquí, en su cabeza, recompone sus dioses; esta ocupación provisional del cielo, aquí por medio de un dios y su rabia, y allá por medio del mismo dios transformado; esta toma de posesión de los poderes, que es reemplazada, como la eterna pulsación de un espasmo, de abajo arriba y de arriba abajo, por otras tomas de posesión de los poderes; esta respiración de las facultades cósmicas, semejantes, en el plano superior, a las facultades sepultadas y groseras que duermen en nuestras individualidades separadas, y a cada facultad le corresponde un dios y una fuerza, y nosotros somos el cielo sobre la tierra, y ellos se han convertido en la tierra, la tierra retirada en lo absoluto; esta inestabilidad tormentosa de los cielos que nosotros llamamos Paganismo, y que a veces nos deja ciegos, que nos acribilla con sus verdades, fuimos nosotros, fue nuestra Europa cristiana, fue la Historia la que la fabricó.

 

 

Si lo reubicamos en el tiempo, ese innumerable despliegue de dioses que los pueblos, en su avance histórico, desparraman sucesivamente en los cielos –a menudo el mismo emplazamiento del cielo visible está ocupado por efigies de naturaleza contraria, y esos dioses son hombre y mujer, y el dios-mujer recubre la efigie masculina del dios que es igual a él; e Ishtar, nombre de origen masculino, termina por significar la luna, y la luna en el mismo punto del espacio y del tiempo, entorpecida por un falo y un ktels, que hace el amor consigo misma, y desparrama su rocío de niños-, si lo reubicamos en el tiempo, ese pataleo alrededor de los principios no empaña su validez inicial del mismo modo que las masturbaciones de un idiota onanista no empañan el principio de la reproducción.

 

Si los pueblos terminaron por considerar a los dioses como seres verdaderamente separados, si se equivocaron acerca del significado de esos dioses, debemos observar que cada pueblo, tomado individualmente, y en el mismo punto del espacio y el tiempo, siempre trató de organizar jerárquicamente sus poderes, y que allí donde un femenino recubrió un masculino e inversamente, en la cabeza y el corazón del pueblo que por encima de él desplegaba esos dioses contradictorios por esencia, el masculino era el masculino, y el femenino el femenino sin inversión nominal posible; quiero decir que inmediatamente, el mismo nombre nunca servía a dos formas, si a uno le interesa considerar esas formas como entidades verdaderamente separadas, sino que el mismo nombre a menudo era la contracción de dos formas, hechas, aparentemente, para devorarse entre sí; y la Siria de la época de Heliogábalo poseía hasta un punto supremo la noción de esa misteriosa fusibilidad. Aquello que diferencia los paganos de nosotros, es que en el origen de todas sus creencias hay un terrible esfuerzo para no pensar como hombres, para conservar el contacto con toda la creación, es decir con la divinidad. Bien sé que el más ínfimo impulso de amor verdadero nos acerca mucho más a Dios que toda la ciencia que podamos poseer de la creación y sus grados. Pero el Amor que es una fuerza no funciona sin voluntad.

 

No se ama sin la voluntad, la cual pasa por la conciencia, es la conciencia de la separación consentida la que nos lleva a la separación de las cosas, la que nos conduce a la unidad de Dios. El amor se gana primero por la conciencia, y luego por la fuerza del amor. No obstante, hay varias estancias en la casa de mi padre. Y aquel que arrojado a la tierra con la conciencia del idiota, después de sabrá Dios qué hazañas y qué faltas en otros estados u otros mundos que valieron su idiotez; pero exactamente con la conciencia necesaria para amar, y amar en un soltarse sin palabras, en un maravilloso impulso espontáneo; aquel a quien se le escapa todo lo que es el mundo, que no conoce del amor sino la llama, la llama sin la irradiación y la multitud del hogar, tendrá menos que aquel otro cuyo cerebro alcanza la creación entera, y para quien el amor es un minucioso y horrible desprendimiento. Pero –y es la eterna historia del dedal- tendrá todo lo que puede absorber. Gozará de una felicidad cerrada, pero que, cubriendo toda su medida, le dará también a él la sensación de la inmensidad. Hasta el día en que ese pobre de espíritu será barrido como las otras cosas. Le quitarán su inmensidad. Nos juzgarán a todos, grandes y pequeños, después de nuestro paraíso de delicias, después de la felicidad que no es todo, quiero decir que no es el Gran Todo, es decir nada. Nos confundirán, nos fusionarán hasta el Uno, Uno Solo, el gran Uno cósmico, que pronto será reemplazado por el Cero infinito de Dios. Dicho lo cual, vuelvo a los nombres contradictorios de los dioses. Y a esos dioses los llamo nombres; no los llamo dioses.

 

 

Digo que esos nombres formaban fuerzas, maneras de ser, modalidades de la gran potencia de ser que se diversifica en principios, esencias, sustancias, elementos. Las religiones antiguas desde sus orígenes quisieron echar una mirada sobre el Gran Todo. No separaron el cielo del hombre, el hombre de la creación entera, desde la génesis de los elementos. Y puede decirse incluso que en sus orígenes no se engañaron respecto de la creación. El catolicismo cerró la puerta, como el budismo la había cerrado antes. Voluntariamente y a sabiendas cerraron la puerta, diciéndonos que no necesitábamos saber.

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