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Espacio para el entusiasmo.


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Sigo aclarando que esto es sin ánimo de aburrir a nadie.

 

Acá va otro relato que tenía escrito que quería compartir con ustedes.

 

 

No hay espacio para el entusiasmo, se dijo con firmeza y se calzó la mochila sobre el hombro derecho mientras acomodó su cabello por última vez frente al espejo del living.

La mañana tenía un brillo glaciar y el sol explotaba en el horizonte confuso detrás de los edificios. Martín salió a la calle con el paso acelerado y tardó unos cuantos metros en darse cuenta de que el apuro que llevaba estaba ligado más a una ansiedad contenida que a la necesidad de llegar a horario a alguna parte. Pero ese pensamiento fue un relámpago que se diseminó por su cerebro y todo continuó en la misma velocidad inercial del comienzo.

En la esquina se topó con la vecina del segundo "A", la que siempre que lo encontraba, le prodigaba un jugoso beso y una sonrisa interminable y lo entretenía contándole no sé qué nueva experiencia o emprendimiento laboral, como si de lo que se tratara en realidad en aquellos furtivos encuentros, fuera de rendir algún examen de aptitud en un concurso de postulantes entre un conjunto despiadado de féminas desesperadas por conseguir pretendiente. Aquella vez aprovechó la ocasión para entregarle una tarjeta con sus datos personales -entiéndanse: teléfonos particular y celular, domicilio, etc.-, con la excusa de promocionar un evento en el que oficiaba de organizadora general y al que compulsivamente lo invitaba. “No voy a aceptar que no vengas”, le dijo con la mirada edulcorada y la voz empastada por la miel de los calores que abrigaba. Martín asintió y pensó un instante en lo entreverado de aquella expresión y, como vio de reojo que el colectivo estaba llegando a la parada, se despidió con un gesto de la mano y corrió hasta la esquina.

No hay espacio para el entusiasmo, se dijo. Ni para el entusiasmo ni para nadie más en este colectivo, pareció decirle una señora gorda que intentaba agarrarse del pasamanos ubicado sobre su elevado peinado. Martín se deslizó como pudo hasta el fondo donde encontró un minúsculo recoveco donde depositar su fibrosa humanidad. Sentados delante de él, una joven mamá amamantaba a su hambriento crío, el que devoraba el enorme pezón derecho de su progenitora con una voracidad tal que empujó a Martín a recordar aquél fresco que había visto alguna vez en algún manual de escuela primaria, donde podían verse a los primitivos primates antecesores de nuestra especie lanzados a la enfervorizada caza de una presa asustada. A un lado, una señora vestida con un elegante trajecito color natural y anteojos negros que miraba distraída por la ventana. Del otro, un señor de unos cincuenta y pico vestido con traje azul profundo, camisa blanca y corbata al tono, escrutando una revista deportiva como quien examina a un paciente terminal. Por qué nadie abre una ventanilla, pensó Martín con el poco oxígeno que le llegaba al lóbulo occipital.

Sólo cuando el colectivo dio un brusco giro notó que detrás suyo también se había ubicado un prójimo. Es que cuando el chofer dio aquél volantazo y todos los pasajeros se derramaron sobre uno de los costados del bólido, Martín notó la presencia cálida de aquél cuerpo firme y exuberante que estaba detrás de él. Con disimulo miró por arriba de su hombro izquierdo como queriendo constatar la altura de la avenida por la que se desplazaban y pudo verlo mejor. Un muchacho de unos 25 o 26 años, cabello castaño, ojos marrones claros y rasgados, el rostro anguloso y delgado y la piel suave y morena, de esas que sólo se consiguen gracias a la bendita combinación del nativo con el producto de la inmigración europea de principios del siglo XX. Lo demás que pudo observar en el rápido golpe de vista fue que tenía puesto los auriculares de algún reproductor multimedia y llevaba una remera ajustada color marrón claro con la inscripción “I’m the best” en finas letras góticas blancas. El mejor de los mejores, pensó Martín, asintiendo con una discreta sonrisa mientras volvió la vista al frente. Esta vez el bamboleo indeseado se debió a una brusca frenada que impulsó al susodicho a apretarse contra la espalda de Martín, quien sintió aquello más como un abrazo que como un empujón. Disculpame, le dijo una voz viril por detrás de la nuca. No es nada, respondió Martín girando la cabeza y quedando frente a los labios carnosos de aquel Mariano, Sebastián, Nahuel, Diego, Ezequiel, Nehuen… siguió especulando Martín. Permiso, bajo en la próxima, dijo la señora de cabellera elevada mientras arrastraba a varios pasajeros hacia la puerta trasera, lo que obligó al fulano a apretarse nuevamente contra Martín quien no había vuelto la cabeza y recién en ese momento se percató de que se había quedado mirándolo. Fue ahí cuando vino a su memoria aquella frase que una vez le había espetado su amigo Jorge, haciendo gala de la superioridad en años y experiencias: “Los levantes que suceden en los colectivos son los mejores. Son imprevistos y directos”.

Para esa altura de los acontecimientos Martín se había dado cuenta de que ya habían pasado varias cuadras del lugar donde debía bajarse pero no le importó. Había tomado una decisión y entonces supo que todavía había lugar para entusiasmarse.

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